No volví a ver a Marcos durante unos días. El encuentro en el parque se sintió como algo fugaz, como una de esas coincidencias que el universo lanza para darte un pequeño respiro... y nada más.
Pero el viernes, mientras salía de mi última clase, lo vi sentado en el mismo rincón del café de la universidad, con su libro abierto y una taza humeante al lado. Dudé si acercarme. Iba a seguir de largo, pero entonces levantó la vista y me sonrió, como si me hubiera estado esperando sin saberlo.
—Olivia —dijo, pronunciando mi nombre con naturalidad.
Me acerqué, sin pensar mucho.
—Hola, Marcos.
—¿Te quieres sentar? Prometo no hablar si no quieres. Solo... tengo buen café y una galleta extra.
No pude evitar sonreír.
—Eso suena a soborno emocional. Pero acepto.
Nos sentamos. Hablamos poco, pero lo suficiente. Me contó que estudiaba literatura, que le gustaban los libros rotos porque "guardaban historias de otros lectores". Me mostró un ejemplar de Rayuela lleno de notas en los márgenes. Había heredado ese libro de su hermano mayor, que había muerto hacía dos años.
—Las marcas que dejó... —me dijo—. Son como una conversación secreta entre él y yo.
Lo miré en silencio, entendiendo más de lo que podía decir. Él también había perdido a alguien. Tal vez por eso, su forma de estar era tan distinta. No intentaba cambiarme. No me preguntaba qué me pasaba. Solo compartía su mundo, sin exigirme abrir el mío.
—¿Y tú qué lees? —preguntó.
—Últimamente, nada. Todo me recuerda a él.
Marcos no se incomodó. Solo asintió, como si supiera que no hacía falta explicarlo todo.
—Cuando estés lista, te presto un libro que no hable de amor ni de muerte. Solo de personas aprendiendo a respirar otra vez. Yo los llamo "libros cobija".
Reí, por primera vez en días, y sentí algo tibio en el pecho.
No era felicidad. Aún no. Pero se le parecía un poco.
Editado: 24.04.2025