Capítulo: Coincidencias que no lo son tanto

Los días comenzaron a mezclarse entre sí, como pinceladas grises sobre un mismo lienzo. A veces sentía que todo lo que hacía era sobrevivir, marcar casillas, mover el cuerpo para no desaparecer por completo.

Y entonces... aparecía él.

Primero en el café, otra vez. Me saludó con un gesto de cabeza, como si compartir un rincón silencioso ya fuera un idioma en común. No me senté con él esa vez, pero su mirada me hizo sentir acompañada.

Luego lo vi en la biblioteca, hojeando libros de poesía. Me acerqué sin saber por qué, como si algo dentro de mí recordara lo que se siente tener curiosidad.

—¿Siempre lees con esa cara tan seria? —le pregunté en voz baja.

—Solo cuando el poema es bueno —me respondió sin levantar la vista, pero sonriendo.

Dejó un separador en la página abierta y me extendió el libro.

—Lee este.

Lo tomé con cierto recelo, como si tocar algo tan íntimo me pudiera romper. Pero leí. Un verso sencillo, una imagen sobre la lluvia cayendo en silencio, lavando memorias sin borrarlas del todo.

Sentí un nudo en la garganta.

—Es hermoso —susurré.

—Sabía que te iba a gustar —respondió, y volvió a su lectura como si no hubiera pasado nada. Pero yo me quedé quieta, con ese fragmento latiendo en mis manos.

Después, lo volví a ver saliendo de clases, bajo la lluvia. No dijo nada, solo me ofreció compartir su paraguas. Caminamos juntos en silencio. A mitad de camino me di cuenta de que no sabía a dónde iba él, ni él a dónde iba yo. Pero seguimos, porque en ese momento, importaba más la compañía que el destino.

Cada aparición suya era como una página nueva entre capítulos rotos. No intentaba ocupar el lugar de nadie, no exigía respuestas. Solo estaba ahí. Como quien se sienta a tu lado cuando el mundo se vuelve demasiado ruidoso.

Y aunque nunca lo decía, había algo en sus gestos que susurraba: no estás sola.