Esa noche llegué a casa con un libro viejo en la mochila, olor a feria en la ropa y una calma tibia en el pecho.
Dejé las llaves en la mesa, como siempre. Encendí una luz tenue y me serví un poco de té. No sentí el impulso de correr a la ducha para llorar. No sentí que el silencio pesara tanto.
Me senté en la cama con las piernas cruzadas y el libro de los gatos astronautas sobre las rodillas. Lo abrí al azar, solo para reírme un poco más. Había una ilustración de un gato con casco y cara de perdido flotando en el espacio. El poema decía algo absurdo sobre perderse en la vía láctea por seguir una mariposa.
Me reí sola. Una risa corta, incrédula. Pero honesta.
Y entonces, lo sentí. Algo. Pequeño, casi imperceptible. Como cuando un dolor de muela desaparece de repente y no sabes exactamente cuándo fue que dejó de doler.
El pecho me latía con menos fuerza. Las lágrimas ya no estaban listas en la superficie. Y el recuerdo de Tom seguía ahí, pero no se sentía como una espina. Más bien... como una fotografía vieja. Una que puedes mirar con ternura sin desmoronarte.
Me acosté y apagué la luz. La habitación no se sentía tan vacía esta vez.
Miré el techo un rato, con el corazón tranquilo. No feliz, aún no. Pero en paz. Y eso era suficiente por ahora.
Cerré los ojos, y justo antes de dormir, me dije algo en silencio, como si pudiera guardar ese pensamiento bajo llave para los días difíciles:
Estás empezando a sanar. Y ni siquiera te diste cuenta.
Editado: 24.04.2025