La noche había caído sin prisa, como si el tiempo se hubiera detenido para mí. Estaba en mi habitación, con la luz tenue de la lámpara iluminando el pequeño escritorio. Todo estaba en silencio, pero el silencio ahora no me asfixiaba. Era un espacio que me permitía respirar sin el peso de los recuerdos que dolían demasiado.
Tom había sido parte de mi vida, y aunque ya no estuviera, su esencia seguía flotando en los rincones. Había decidido escribirle. No sabía si alguna vez podría enviársela, si siquiera tendría sentido. Pero necesitaba hacerlo. Para cerrar un capítulo, para darle un lugar definitivo en mi historia. No de despedida, sino de aceptación.
Tomó mi pluma y, con una respiración profunda, comencé a escribir.
Querido Tom,
Es extraño escribirte esto. No sé cómo empezar, porque nunca supe cómo explicarte todo lo que sentía cuando estabas aquí. Nunca pude decirte lo agradecida que estaba por tu presencia, por la forma en que me hacías sentir segura incluso cuando el mundo parecía romperse alrededor mío. Me tomaste de la mano en los momentos más oscuros, pero nunca pediste nada a cambio, excepto mi sinceridad.
Hoy, mientras caminaba por el parque, pensé en nosotros. En ese lugar donde compartimos tantas risas y silencios. Te escucho en el viento y en cada rincón de esa ciudad que ya no parece la misma sin ti. Pero hoy no siento dolor, solo calma. Siento que te llevo dentro, no como una herida, sino como una memoria cálida que ya no me pesa.
Me he dado cuenta de que, aunque no estás, no me siento vacía. Gracias a ti, aprendí que el amor no siempre es físico. A veces, es esa huella que dejas en el corazón de las personas, en sus recuerdos, en sus risas. Te sigo llevando conmigo, y eso es suficiente.
No sé si debería despedirme, pero no quiero hacerlo. Prefiero decirte que, desde aquí, te envío todo lo que no pude decirte en vida. Gracias por ser mi refugio. Gracias por ser mi amigo.
Te quiero, y siempre te recordaré, con una sonrisa.
Olivia.
Dejé la pluma en el escritorio, mirando la carta como si esperara que las palabras pudieran volar y llegar a donde estaba. Un suspiro escapó de mis labios, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba bien.
No necesitaba enviarla. No necesitaba nada más que este momento. La carta quedaría guardada en un cajón, entre recuerdos que no dolían, pero que seguían siendo importantes.
Por fin, sentí que Tom y yo habíamos encontrado la paz, cada uno desde su lugar. Y yo, por fin, podía seguir adelante con su memoria, no como una carga, sino como un regalo.
Habían pasado un par de días desde que escribí la carta. La guardé en el segundo cajón de mi escritorio, doblada con cuidado, como si pudiera romperse con el más mínimo movimiento. No tenía intención de mostrarla a nadie. Era mía. Solo mía y de Tom.
Pero algo en mí cambió después de releerla esa mañana. Tal vez fue el tono en el que la escribí, la forma en que mis palabras fluyeron sin resentimiento. O tal vez fue ese silencio cálido que había compartido con Marcos en el parque. Sentí que él... podría entenderla.
Esa tarde, lo encontré en la cafetería dentro del campus, el mismo lugar donde casi creí ver a Tom. Marcos estaba solo, leyendo de nuevo. Le hice una seña con la mano, y él sonrió cuando me vio.
—¿Puedo sentarme?
—Siempre puedes —dijo, señalando la silla frente a él.
Me senté, algo inquieta. Saqué la carta del bolsillo interno de mi chaqueta, el papel algo arrugado por llevarlo todo el día conmigo.
—Escribí esto —dije, sin mirarlo—. Y no sé por qué... pero sentí que tú debías leerlo.
Él me miró con una mezcla de sorpresa y respeto. Extendió la mano con delicadeza, como si estuviera recibiendo algo frágil. Tomó la carta sin decir una palabra.
El silencio se instaló mientras él leía. Sus ojos se movían lentos, sin apuro. Yo me concentré en mi taza de té, en mis manos entrelazadas, en cualquier cosa que no fuera la ansiedad que me provocaba ver mi corazón expuesto en manos de otra persona.
Cuando terminó, la dobló con la misma suavidad con la que la había abierto.
—Es hermosa —dijo, con la voz quebrada—. Dolorosa... pero hermosa.
Asentí, sin atreverme a hablar aún.
—Gracias por compartirla conmigo. No sé si yo hubiera tenido el valor.
—No lo hice por valor —confesé—. Lo hice porque necesitaba que alguien más lo supiera. Que alguien más lo recordara conmigo.
—Y aquí estoy —dijo, con una sonrisa tenue—. Para recordarlo contigo.
Nos quedamos así. No necesitábamos mucho más.
Y por primera vez, entendí que el dolor compartido no se multiplica. A veces, se divide.
#1346 en Novela contemporánea
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Editado: 24.04.2025