Casi una década transcurrió sin muchos cambios, un pequeño de ocho años correteaba por los jardines ahora florecidos y sin espinos; la familia siempre lo miraba desde dentro, enternecidos por ver tanta inocencia. A Anne le provocaba nostalgia aquellos días en que ella corría por la llanura vasco-francesa sin ataduras, era una niña ignorante de lo que la vida le tenía preparado y, por eso, era feliz. Ella era la única que expresaba que anhelaba volver a sentir el sol en su piel, pero sabía que en fondo los vampiros de la casa deseaban lo mismo. A quién envidiaba más era a la actual niñera, quien a pesar de ser mayor y no tener hijos, podía hacer lo que ningún otro habitante de aquel domicilio: jugar con Adam bajo la luz del sol.
Durante la noche y en días nublados, todo era risas y juegos dentro de la mansión. Anne disfrutaba de su hijo como cualquier madre normal, sin importarle las circunstancias, el exterior, ni nada, porque lo amaba con locura. A menudo su marido utilizaba este amor para manipularla, pero ella no le daba la menor importancia porque tenía la libertad de pasar todo el tiempo con Adam, criarlo a su antojo y enseñarle cuánto quisiera; estaba tranquila y confiada. Tal vez demasiado confiada. El sir no pasaba mucho tiempo en casa, como de costumbre, a ella esto le daba la sensación de tener el control de todo. Anne había aprendido a ser la señora y administradora, aunque con Amelia allí sus tareas quedaban reducidas, lo que significaba más tiempo con su hijo. Tener a Amelia de cómplice le hacía creer que obtendría el favor de la mano derecha del esposo, Iván, si así lo necesitara.
Así estaban las cosas en la mansión Morris, todos en calma y llevándose bien, o al menos soportándose.
A pesar de la sensación de paz en los últimos años, el desfile de diferentes niñeras era algo constante; la anterior a la actual había perdido un embarazo y no se sentía con ánimos de cuidar un niño ajeno. Esto tensaba a todos los miembros de la familia, porque sospechaban que la causa fuera la intervención de sir Joseph, mas no se atrevían a hablar. Prefirieron dejar que se esparciera la duda sobre el retorno de la maldición. En el pueblo las natalidades no aumentaron a más de diez en los últimos años, y es que el niño milagroso no sonreía tanto cuando la gente ansiosa por concebir lo sofocaba con abrazos y pellizcos de mejillas. En fin, como Anne era recelosa de su hijo, la nueva niñera, miss Katherine, pasaba mucho tiempo ociosa. Su principal deber, para lo que estaba más solicitada, era para sacar al niño al exterior en las horas vespertinas. De alguna forma sospechosa, también sir Joseph pasaba más tiempo en casa haciendo ocio desde que esta niñera trabajaba allí. Esto empezó a molestarle a Anne, aunque en principio lo atribuyera a la falta de espacio personal.
Una mañana de desvelo, Anne paseaba por las habitaciones de la casa, creyendo que no encontraría a nadie despierto. Lo que descubrió luego le molestó en un nivel personal que no creía posible: su marido se hallaba en un cuarto dándose amores con miss Katherine. La puerta se hallaba abierta y una aturdida Anne golpeó para anunciar su presencia. Sir Joseph se compuso en un santiamén y la sacó del lugar a empujones, dejando a la niñera dentro; tomó a Anne del brazo con fuerza, la amenazó de muerte para que no dijera o intentara nada y volvió con la otra mujer a la habitación.
Anne quedó tan amargada, que no pudo siquiera articular palabra. Estaba confundida y dolida, no creía en lo sucedido. Pero luego de darle vueltas al asunto, se dio cuenta de que ya había tenido señales de que algo pasaba entre los dos a sus espaldas: las miradas, los gestos, el tiempo que su marido pasaba en Pionners; sin embargo, ella no quiso verlo antes. En ese momento se llenó de ira y recordó todo lo que vivió al lado de sir Joseph desde que lo conoció, cómo se dejó envolver por sus palabras y acciones; entendió que nunca dejó de ser una prisionera, una marioneta, solo que ella pensó que tenía libertad. Decidió hacer caso a las amenazas de su amo y no mencionarlo por el momento, pero en su mente maquinó una artimaña para rebelarse y demostrarla que aún tenía el control sobre su propia vida.
En cuanto sir Joseph salió a atender unos asuntos del gobierno del pueblo, Anne mató a miss Katherine de forma bestial, dejó el cuerpo sobre la cama matrimonial y esperó junto a él hasta que volviera su esposo, para asegurarse de que viera lo que había hecho. Pero él no regresó, porque un negocio le salió de imprevisto y tuvo que viajar lejos. O eso fue lo que dijo. Estuvo ausente por muchos meses en esa ocasión y, en consecuencia, Anne no pudo mostrarle su obra de arte ni hacerle frente en todo ese tiempo. El único contacto que tuvo con su amo y señor fueron los mensajes que él le enviaba por medio de su mayordomo indicándole las tareas de las que debía ocuparse en su ausencia. Si alguna vez se enteró sobre el asesinato de su empleada favorita, nunca lo mencionó.