La pequeña niña jugueteaba con sus dedos sobre el regazo nerviosa mientras mantenía la cabeza gacha. Era el primero de muchos días en los cuales los pasaría en ese lugar. Estaba un poco asustada y es que sería un mundo totalmente nuevo para ella, con apenas seis años de edad. Alzó la mirada y la posó en ese patio donde los niños empezaban a llegar acompañados de sus padres. Algunos conversaban entre ellos tranquilamente, otros correteaban descontrolados, mientras que la mayoría permanecían sentados medio adormilados en los escasos bancos dispuestos frente a la entrada principal. Tragó saliva con dificultad y sintió que le faltaba el aire, empezando a respirar con más fuerza. Los ojos le ardían mientras trataba de mantener a raya las lágrimas que amenazaban con salir.
Desvió la vista hacia su padre, quien se encontraba con las manos sobre el volante y una expresión neutral en el rostro. Quiso decirle que no quería quedarse allí, que prefería volver a su casa y jugar con sus muñecas. Abrió la boca pero en ese momento su progenitor le lanzó una mirada severa, la volvió a cerrar y lo observo con miedo. Una lágrima, que no pudo evitar, descendió por su mejilla y un nudo se aposentó en su garganta.
—Escúchame bien —dijo su padre captando su atención—. Entrarás ahí y te comportarás como la niña de alta sociedad que eres. Nada de berrinches ni mucho menos eso. —Señaló su rostro cuyas mejillas brillaban debido al llanto—. ¿Has entendido?
La pequeña se limpió la cara con un pañuelo de papel que su madre, que estaba en el asiento de atrás del auto, le pasó. Volvió a posar sus ojos azules en los de su padre y asintió levemente.
—Ahora, saldrás del auto y cruzarás esa reja con la cabeza en alto.
Él fijo nuevamente su mirada al frente dando por terminada la conversación. La niña tomó su mochila, respiró hondo y se dispuso a abrir la puerta del copiloto. Su madre salió a la par que ella, alisó su falda de tubo negro y comenzó el recorrido hacia donde se encontraba una mujer madura que aparentaba ser la directora del colegio. No esperó a su hija, quien por un instante se entretuvo viendo como una señora hablaba con un niño de cabello castaño cuya sonrisa enmarcaba su cara, le dio un beso en la mejilla y otro en la frente, el niño se dejó hacer gustoso depositando a su vez un corto beso en la mejilla de la que supondría sería su madre. Luego de las muestras de afecto se acercaron a donde otras señoras despedían a sus infantes.
La niña caminó hacia su madre pensando en que la misma no tenía esos gestos con ella, su forma de tratarla era distante, ambos lo eran.
—Esta es mi hija —escuchó que decía su progenitora.
La misma mujer de antes, que recibía a los niños, la miraba desde su altura.
—Ho-hola —pronunció en voz baja, tímida.
—Buenos días. Será mejor que entres, ya están por empezar las clases. —Indicó con su dedo el interior—. Señora, un placer.
—Igualmente.
Se estrecharon las manos. Su madre dio media vuelta y se alejó.
Caminaba a pasos lentos, temerosa. Veía a niños más grandes y otros de su misma estatura. Su mirada recorrió el lugar grabando en su memoria hasta el más mínimo detalle y buscando un área despejada donde pudiese sentarse a solas.
—Hola, ¿eres nueva? —sobresaltada giró el rostro hacia el artífice de aquella pregunta.
Un niño, unos centímetros por encima de ella, le sonreía formándosele unos hoyuelos en las mejillas.
—S-si, ¿tú? —preguntó. Sus enormes ojos azules fijos en los de él.
—También. Ven, te presento a mis hermanos. —Tomando su mano, la llevó hasta donde se encontraban otros menores que la recibieron con más sonrisas.
Su ánimo cambió y por primera vez, desde que salió de su cuarto dejando atrás a sus muñecas, se sintió... feliz.
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Editado: 30.12.2018