La noche caía lentamente sobre el pueblo, envolviendo las calles de tierra en un manto de penumbra que solo era interrumpido por las primeras luces encendidas en las casas. La gente regresaba a sus hogares después de un largo día de trabajo; los artesanos guardaban sus herramientas con manos curtidas por el esfuerzo, los campesinos sacudían el polvo de sus ropas mientras guiaban a sus mulas hacia los establos, y los comerciantes cerraban sus puestos con la esperanza de que el día siguiente trajera mejores ventas.
El aire olía a leña quemada y a pan recién horneado, mezclándose con el dulzor de las frutas que aún quedaban expuestas en algunos mercados. A lo lejos, el sonido de un laúd resonaba en una taberna, donde las voces de los parroquianos se alzaban entre risas y canciones. Los niños, con las mejillas enrojecidas por el frío incipiente, corrían descalzos por los callejones, disfrutando de los últimos momentos de juego antes de ser llamados a cenar.
En el horizonte, el sol se desvanecía entre nubes teñidas de rojo, naranja y violeta, dejando un arrebol tan hermoso que los pocos que se detenían a mirarlo no podían evitar suspirar con asombro. Para algunos, aquel espectáculo era un recordatorio de la belleza efímera del mundo; para otros, simplemente el preludio de una noche más en la que el descanso o la incertidumbre aguardaban.
Vladimir se disponía a cenar mientras Helenka se movía por la pequeña casa, asegurando puertas y ventanas con movimientos rápidos y precisos. La madera crujía con cada cerrojo que ajustaba, y el viento de la noche comenzaba a silbar entre las rendijas, trayendo consigo el aroma húmedo de la tierra y las hierbas silvestres del campo.
Sobre la mesa de madera rústica, un plato humeante de guiso despedía un aroma especiado que hizo rugir el estómago de Vladimir. El calor de la chimenea cercana arrojaba sombras danzantes en las paredes, creando formas fugaces que parecían moverse con vida propia. Con cada bocado, el joven sentía cómo su cuerpo se relajaba tras la agotadora jornada, pero su mente seguía inquieta, procesando cada palabra que Helenka le había dicho sobre su origen y la amenaza de la Patrulla Dorada.
Helenka, tras asegurarse de que todo estaba bien cerrado, se quedó unos segundos junto a la ventana, observando la oscuridad exterior con una mirada seria. Sus dedos tamborileaban levemente sobre la madera, como si esperara algo. Finalmente, suspiró y se giró hacia Vladimir.
—Come rápido, viajero —le advirtió con voz baja—. La noche esconde más secretos de los que imaginas.
—¿Han pasado cosas extrañas en este lugar? —cuestionó Vladimir lleno de incertidumbre al ver que minutos atrás las personas cerraban puertas y ventanas con ligereza como si algo apareciera allí todas las noches. —¿Por qué de pronto todos allá afuera estaban inquietos?
Helenka se acercó lentamente a la mesa y tomó asiento frente a Vladimir. Su expresión se tornó más sombría, y sus dedos delgados juguetearon con el borde de su vaso de madera.
—No es prudente hablar de ello cuando la luna ya domina el cielo —murmuró, echando una rápida mirada hacia la ventana, como si temiera que alguien la estuviera escuchando.
El silencio se instaló entre ambos por unos instantes, roto solo por el crujir de la leña en la chimenea. Vladimir, intrigado, dejó la cuchara sobre el plato y apoyó los codos en la mesa.
—No soy un simple viajero, Helenka. Lo sabes bien. Si hay algo que deba saber, dímelo.
Helenka suspiró y entrelazó las manos sobre la mesa.
—Cada noche, cuando el último rastro de luz desaparece, algo se mueve entre las calles de este pueblo. Nadie sabe con certeza qué es, pero los que han intentado enfrentarlo jamás han regresado.
Vladimir sintió un escalofrío recorrer su espalda.
—¿Se trata de un demonio?
La mujer negó lentamente con la cabeza.
—Ojalá lo fuera —susurró—. Los demonios tienen un propósito, por oscuro que sea. Pero esto... esto es algo diferente. Algo que no pertenece ni al mundo de los vivos ni al de los muertos.
La brisa nocturna silbó con fuerza, haciendo que la vela sobre la mesa titilara, proyectando sombras distorsionadas en las paredes.
—Escucha bien, Vladimir —continuó Helenka, bajando la voz—. Si oyes pasos en la calle o susurros entre las rendijas, no mires. No abras la puerta. Y, sobre todo, no pronuncies su nombre.
El muchacho frunció el ceño.
—¿Su nombre?
Helenka se llevó un dedo a los labios y negó con la cabeza.
—No lo repitas. No lo llames.
Afuera, un sonido ahogado rompió la quietud de la noche. Algo, o alguien, se había movido entre las sombras.
—Al menos dame una pista de lo que pueda ser, no puedo andar por allí sabiendo mi origen o si esa cosas tiene que ver conmigo o quiera hacerme daño —susurró Vladimir.
Helenka lo observó con seriedad, sopesando sus palabras antes de hablar. La luz temblorosa de la vela reflejaba un brillo dorado en sus ojos, dándole un aire aún más enigmático.
—No estoy segura de si tiene relación contigo, pero su presencia en este pueblo no es coincidencia —dijo finalmente, su tono apenas un murmullo—. Algunos lo llaman “El Errabundo”. Otros prefieren no darle un nombre, como si hacerlo le diera poder.