La noche transcurrió y Vladimir pudo conciliar el sueño a pesar de aquella terrible experiencia con lo desconocido. Sumergido en un sueño profundo, el joven veía imágenes distorsionadas de un mundo deprimente y muy distinto al que conocía; sombras sin forma, monstruos con los rostros desfigurados y cubiertos de sangre y seres demoníacos lo perseguían en aquel sueño mientras pronunciaban su nombre real y le pedían que regresara a casa.
Vladimir intentaba correr, pero sus piernas se sentían pesadas, como si el suelo mismo lo atrapara con cada paso. Las voces se intensificaban, susurrantes y ásperas, reptando en su mente como serpientes venenosas.
—Soragor… vuelve… el trono te espera…
El joven apretó los dientes. El aire era denso, olía a ceniza y carne quemada. A su alrededor, torres deformadas se erguían en el horizonte, destellando luces rojizas entre las grietas de sus estructuras. Un río de fuego serpenteaba bajo sus pies, reflejando las siluetas de los monstruos que lo acechaban.
—¡No quiero esto! —gritó, tratando de apartarse de las sombras.
Pero estas se alzaron como una marea oscura, envolviéndolo en un abrazo frío y asfixiante. En medio del caos, una figura más alta emergió entre la multitud de horrores. Su presencia era abrumadora y su voz era profunda y retumbante.
—Eres sangre de nuestro linaje. No puedes escapar de lo que eres.
Vladimir sintió un frío indescriptible recorrer su espalda. No podía ver el rostro de la criatura, pero sus ojos, dos esferas doradas, brillaban con un fulgor familiar.
El terror lo paralizó. ¿Acaso era… su padre?
De pronto, un estruendo sacudió su sueño. Un brillo plateado destelló ante sus ojos, y la oscuridad empezó a desvanecerse. Vladimir despertó sobresaltado, empapado en sudor.
Helenka estaba a su lado, sosteniendo un amuleto de plata que irradiaba una tenue luz.
—Estabas murmurando cosas en un idioma que no conozco —susurró—. Parecía que alguien te llamaba.
Vladimir respiró hondo, sintiendo el latido acelerado de su corazón.
—Era una pesadilla —murmuró, pero su voz temblaba—. O tal vez… un recuerdo.
Helenka frunció el ceño.
—Sea lo que sea, no podemos ignorarlo. Es hora de descubrir la verdad, Vladimir. Y debemos hacerlo antes de que esas sombras vengan por ti en el mundo real. Prepárate, nos vamos a las montañas. —dijo la mujer dándole una capa al joven.
El alba apenas asomaba en el horizonte cuando Vladimir y Elenka emprendieron su viaje. La niebla cubría el suelo como un manto fantasmal, y el viento gélido anunciaba que la travesía no sería sencilla. Vladimir se ajustó la capa oscura que Elenka le había dado antes de partir.
—Date prisa, no tenemos tiempo que perder. —manifestó Helenka lanzando una mirada rápida a la calle desierta.
El pueblo seguía dormido, pero el eco de las pesadillas de Vladimir aún resonaba en su mente. Los susurros de aquellas sombras, la sensación de ser llamado por algo que no comprendía, todo aquello le erizaba la piel.
Caminaron en silencio, apresurando el paso mientras el cielo comenzaba a iluminarse con los primeros tonos rosados del amanecer. Salieron del pueblo por un sendero cubierto de maleza, avanzando entre árboles altos y torcidos cuyos troncos parecían doblarse bajo el peso de la noche que aún no terminaba de disiparse.
—No podemos tomar el camino principal —susurró Elenka—. Si la Patrulla Dorada está cerca, nos encontrarán.
Vladimir asintió y siguió sus pasos con cautela. Las montañas se alzaban a la distancia, imponentes y cubiertas de niebla. Era allí donde encontraría respuestas, pero también donde quizás enfrentaría su destino.
—Helenka —dijo Vladimir llamando la atención de la mujer —¿Qué es la fortaleza de Soles Caídos? ¿Es peligroso ese lugar?
Helenka se detuvo de golpe. Un escalofrío recorrió su espalda y sus ojos dorados brillaron con inquietud en la penumbra del sendero.
—¿Por qué lo quieres saber, Vladimir? —preguntó en voz baja, con una seriedad que hizo que Vladimir tragara saliva.
—Curiosidad.
—La Fortaleza de Soles Caídos no es un sitio al que cualquiera pueda ir y regresar con vida —dijo, reanudando la marcha—. Se dice que fue un santuario en tiempos antiguos, pero ahora es un lugar maldito. Un abismo entre este mundo y el otro.
—¿Has estado allí? —cuestionó Vladimir.
—Haces muchas preguntas, jovencito. —respondió Helenka.
La mujer apretó los labios y desvió la mirada hacia el sendero que se extendía frente a ellos. El sol iluminaba tenuemente el camino pedregoso que conducía a las montañas, sus ojos dorados se entrecerraron, como si estuviera sopesando la pregunta con cautela. Finalmente, exhaló un suspiro pesado y respondió:
—No. Pero mi padre estuvo allí y por suerte logró salir con vida. Él lo describió como un lugar lleno de ruinas ennegrecidas por el tiempo, un cielo perpetuamente cubierto de nubes negras y sombras que se retorcían entre los restos de un pasado olvidado. No es un lugar al que quieras ir, Vladimir, lo que sea que habita en la Fortaleza de Soles Caídos no pertenece a este mundo.