El paso a través de la grieta fue abrupto. Ekaterina apenas tuvo tiempo de sujetar las riendas de su caballo cuando el paisaje ante ella cambió de manera violenta.
Los árboles, los vientos, los cielos conocidos de su mundo desaparecieron. Ahora se encontraban en un vasto territorio sombrío, donde la luz parecía filtrarse con dificultad y el suelo estaba cubierto por una niebla espesa que flotaba sobre un abismo sin fin.
A su alrededor, formaciones rocosas imposibles se elevaban como torres retorcidas, desafiando toda lógica natural. Cascadas negras caían de alturas inconmensurables, pero no producía sonido alguno al romperse en el vacío.
Era un lugar suspendido entre el tiempo y la materia, demasiado cercano al Bajo Mundo para ser seguro.
—¿Dónde… estamos? —preguntó Ekaterina, bajando de su montura con una mezcla de asombro y desconfianza.
—El Umbral de los Perdidos —respondió Vladimir en voz baja, mirando a su alrededor con expresión grave—. Aquí las almas condenadas flotan entre dimensiones, atrapadas para siempre, eso me dijo mi madre alguna vez. Estamos cerca del corazón del infierno… pero aún no hemos cruzado el límite.
Helenka descendió también, apretando su lanza contra el pecho, mientras Xalvator olfateaba el aire, inquieto.
—Siento su presencia… —gruñó Xalvator—. Las criaturas del abismo nos observan.
Aquí, hasta el viento puede volverse en tu contra.
Ekaterina tragó saliva. Había enfrentado monstruos, había entrenado hasta rozar la muerte bajo la disciplina férrea de su padre… Pero nunca había pisado un lugar que la hiciera sentir tan pequeña e insignificante.
Vladimir se adelantó, caminando firme sobre la bruma densa que parecía querer tragárselo. —Debemos cruzar este territorio antes de que noten nuestra presencia. El tiempo aquí no fluye como en nuestro mundo. Cada minuto puede costarnos días... o años... si nos quedamos atrapados.
Helenka avanzó a su lado, lanzándole una mirada significativa. —¿Estamos seguros de que la senda es estable? Un paso en falso y podríamos caer eternamente.
Vladimir asintió, pero sus ojos plateados mostraban la sombra de la duda. Fue allí que intervino Helenka diciendo: —Hay una ruta. Un viejo camino sellado por los entes antiguos antes de la gran guerra. No será fácil, pero es la única manera de llegar hasta el Bastión Olvidado, donde encontraremos lo que necesitamos para enfrentar a Abrahel.
—Luego de eso —dijo Xalvator —entraremos a la fortaleza de los soles caídos. Allí, Darok, padre de Vladimir nos dirá cómo detener a Abrahel.
El camino hacia el Bastión Olvidado era más arduo de lo que imaginaron. La niebla seguía espesándose a su alrededor, enturbiando sus sentidos, deformando la percepción de distancias y direcciones.
Mientras avanzaban, Ekaterina no podía apartar los ojos de Vladimir. Su mente bullía con las piezas del rompecabezas que, de manera involuntaria, había comenzado a ensamblar.
Recordó entonces una tarde lejana de su infancia:una historia contada en susurros alrededor de la hoguera, cuando los soldados más veteranos advertían a los jóvenes sobre las grandes amenazas del mundo.
"El hijo de Darok, el destructor de mundos," decían.
"Una criatura sellada entre planos, que un día regresaría para reclamar lo que le fue arrebatado."
La figura de Vladimir, caminando unos pasos adelante, encajaba de manera perturbadora en esa leyenda.
La quietud peligrosa de su andar, la forma en que la oscuridad parecía respetarlo, incluso la manera en que las runas surgieron para protegerlos durante su paso por aquel lugar. Era demasiado.
La joven apretó el mango de su espada, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. Finalmente, incapaz de reprimirlo más, aceleró el paso hasta quedar a su lado.
—Tú… —dijo en voz baja, apenas un susurro ahogado entre el viento espectral— Tú eres hijo de Darok, ¿verdad?
Vladimir se detuvo.
Elenka y Xalvator, unos metros atrás, también frenaron su andar, alertados por la tensión en el aire.
Vladimir giró lentamente la cabeza hacia Ekaterina. En su mirada no había negación, ni siquiera sorpresa, solo una resignación pesada como siglos de condena.
—Sí —admitió con voz grave, sin apartar la vista de los ojos asombrados de la joven—. Soy su hijo... pero no soy su esclavo.
Ekaterina retrocedió instintivamente un paso, tragando saliva.
Los cuentos hablaban de Darok como el demonio más temido: un destructor de ciudades, un devorador de civilizaciones, cuya sola sombra bastaba para corromper y consumir a los más fuertes.
—No tengas miedo, joven guerrera. No te haré daño. —dijo Vladimir.
Helenka se acercó, colocando suavemente una mano sobre el hombro de Ekaterina. —Ha protegido tu vida, jovencita —dijo con suavidad—. La sangre no dicta la voluntad.
Ekaterina respiró hondo. Su instinto gritaba que debía alejarse de Vladimir.
Pero la memoria de cómo los había salvado, y la visión de la oscuridad mucho más terrible que los acechaba, la obligaban a mantenerse firme.
—No sé si puedo confiar en ti —dijo, su voz temblando ligeramente—. Pero si quieres detener a Abrahel… y proteger nuestro mundo, entonces… te seguiré.
Por ahora.