Mientras tanto en el mundo terrenal con un silencio extraño, pesado, como si el aire mismo esperara algo que aún no sabía nombrar. En la pequeña casa donde creció Vladimir, las luces estaban encendidas, pero ningún rincón transmitía calma.
Valentina caminaba de un lado a otro del salón, sujetándose las manos como si intentara detener un temblor que nacía desde lo más hondo. A cada paso, su mirada se desviaba hacia la ventana, donde los árboles parecían doblarse bajo un viento que no pertenecía a esa hora.
—No es una tormenta normal… —murmuró, apenas audible.
A su lado, Ivanovich permanecía de pie, con los brazos cruzados, pero el gesto firme no lograba ocultar el temblor de su mandíbula. Él lo sentía también. Lo había sentido desde hacía horas: la vibración sutil, como si el suelo bajo sus pies estuviera respirando con la fuerza de algo antiguo.
—Es él —dijo Ivanovich finalmente, rompiendo el silencio—. Todo esto… es por nuestro hijo.
Valentina cerró los ojos, tragando ese nudo de dolor y amor que llevaba tres días atormentándola. No había dormido ni una hora. Cada vez que intentaba hacerlo, la misma imagen la despertaba: Vladimir niño, sosteniendo su mano con esa extraña calidez que no parecía humana… pero que era más pura que la de cualquier criatura en la Tierra.
—¿Crees que está… sufriendo? —preguntó ella, y su voz casi se quebró.
Ivanovich no respondió de inmediato. Buscó palabras que no sonaran como deseos vacíos ni como mentiras. Era padre, sí… pero también era un hombre que había visto lo sobrenatural una sola vez, y esa vez había sido suficiente para reconocerlo cuando volvía a asomarse.
—Creo que está luchando —dijo al fin—. Y siempre lo ha hecho. Desde el día en que llegó a nosotros.
Un golpe seco estremeció las paredes, como si algo hubiera tocado el cielo. Valentina se llevó una mano al pecho. Ivanovich corrió hacia la ventana. No había relámpagos… pero el cielo se había abierto en un surco rojo, un parpadeo breve que solo los ojos atentos habrían captado.
—Icanovich… —susurró ella—. Es lo mismo que aquella vez. Antes de que él llegara. El mismo aire. El mismo olor…
—Sí. —Él también lo había reconocido. Esa sensación metálica en la lengua. Esa presión detrás de los ojos. Ese latido profundo, como si el mundo estuviera respondiendo a un llamado que no era terrenal.
—Valentina… —dijo Ivanovich, apartándose de la ventana y acercándose a ella con una mezcla de urgencia y determinación—. Escúchame. Sea lo que sea que Vladimir está enfrentando… no lo está enfrentando solo. Presiento que hay algo celestial ayudándole.
Valentina lo abrazó, aferrándose a él.
—Tengo miedo —admitió, con la voz hecha un hilo.
—Yo también. Pero no podemos hacer más que esperar. Y confiar en que todo lo que sembramos en él… no fue en vano.
Un crujido más profundo resonó en el cielo. Las luces parpadearon. Un segundo más tarde, todas las sombras de la casa se alargaron hacia la pared opuesta, como si algo gigantesco hubiera pasado sobre la Tierra.
Valentina se separó con brusquedad. —¡Ivanovich, algo está abriéndose! ¡Lo sé! Puedo sentirlo!
Él la sostuvo por los hombros.
—Es el portal —dijo, con la voz ronca—. Debe estar abriéndose de nuevo… en el otro lado.
El viento golpeó contra la ventana con una fuerza que no pertenecía a este mundo. Durante un instante, un murmullo profundo, casi un quejido, se coló entre las paredes. No era un viento normal, no era una tormenta normal.
Era un eco. De algo que estaba ocurriendo muy lejos de allí… en un mundo que ninguno de ellos había visto, pero que llevaba años gravitando alrededor de sus vidas.
Valentina sintió un escalofrío recorrerla desde la nuca.
—Vladimir… —susurró, y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Resiste, hijo mío…
Ivanocich apretó los dientes.
—Lo hará —dijo, más para convencer al universo que a sí mismo—. Él nació para esto… aunque nunca quisimos aceptarlo.
El cielo volvió a estremecerse.
Y entonces ambos comprendieron que el enfrentamiento que estaba teniendo lugar no era uno cualquiera. Era el que definiría si el hijo que criaron volvería a casa o si el mundo terrenal sería el próximo en temblar.
En el bajo mundo, el eco del Bastión retumbaba como un corazón moribundo. Cada piedra, cada grieta, cada columna quebrada vibraba por la energía que estaba a punto de desatarse. La grieta abierta por el paso de Abrahel aún expulsaba humo negro, arremolinándose como serpientes hambrientas que lamían los bordes del suelo.
Vladimir avanzó entre los escombros, respirando hondo, aferrado a la única certeza que lo mantenía en pie: ese era el final de su persecución.
Y también el inicio de algo más oscuro.
—Hermano… —susurró, deteniéndose frente a lo que una vez fue un pasillo sagrado—. Aquí termina.
Un paso resonó detrás de él.
No un paso humano, no un paso de criatura.
Era un golpe seco, denso, como si carne y metal se fusionaran en cada avance. Y con cada impacto, las paredes jadeaban, expulsando polvo antiguo.