El bastión había latido dos veces, pero al tercer latido no solo estremeció el Bastión; lo quebró.
Las grietas se abrieron como bocas hambrientas. Columnas enteras se partieron. La luz –si es que quedaba alguna– fue devorada por un torbellino de sombras que empezó a concentrarse en el centro de la cámara.
Vladimir dejó de luchar, Abrahel se quedó helado. Incluso el brazo monstruoso del Núcleo retrocedió, temblando. Algo peor que todos ellos estaba emergiendo, un murmullo recorrió las paredes, como un millar de voces repitiendo un mismo nombre. La oscuridad se elevó como un huracán vertical, un pilar devorador que desgarró el suelo, el techo y el aire mismo. Ráfagas de energía negra estallaron en círculos, lanzando a Vladimir y a Abrahel hacia atrás como si fueran niños.
Y entonces, desde el corazón del tornado, se oyó un sonido único: Un paso.
No el de un ser que caminara sobre piedra, sino el de algo cuya presencia obligaba al mundo a apartarse. Las sombras se plegaron hacia dentro como si hicieran una reverencia. Una silueta gigantesca comenzó a tomar forma.
Cuernos retorcidos, como lanzas antiguas, alas hechas de fuego negro, extendiéndose hasta rozar las murallas. Una armadura viva que parecía esculpida en huesos de ángeles caídos. Y unos ojos… oh, los ojos: dos soles invertidos, ardientes, capaces de borrar la voluntad de cualquiera. Darok había salido. Al fin había salido.
Con un último estallido, la tiniebla se disipó dejando al padre de los demonios de pie entre sus hijos. Su voz no retumbó como un grito. Retumbó como un decreto.
—Basta.
El simple sonido derrumbó varias columnas del Bastión. Vladimir sintió que la fuerza híbrida dentro de él se apagaba como una llama inferior ante un incendio mayor, dejándose caer sentado. Abrahel cayó de rodillas, jadeando, con los ojos abiertos de puro terror infantil.
Darok avanzó dos pasos. Cada uno provocó un temblor. Cada uno hizo que la temperatura descendiera como si el propio infierno contuviera la respiración.
—Mis hijos… peleando como bestias por un trono que ninguno merece.
Su mirada se volvió hacia Vladimir. El híbrido intentó sostenerla pero sintió cómo su columna crujía bajo la presión invisible del poder de Darok.
—Tú… —susurró el demonio con una mirada fulminante hacia Vladimir —mi hijo roto. El que quiso ser más que su sangre. —Luego posó la vista en Abrahel. —Y tú… mi error repetido.
Abrahel bajó la cabeza, temblando.
Darok levantó una mano, y la energía se acumuló alrededor de su palma como un eclipse contenido. —Pondré fin a esta disputa yo mismo.
Vladimir trató de ponerse de pie, pero fue inútil. Ninguno de los dos hijos tenía ya poder ante él. Y entonces Darok se detuvo. Sus ojos se movieron hacia un punto en el aire, hacia la fisura donde Xalvator, Helenka y Ekaterina observaban petrificados.
Su mirada se clavó exclusivamente en ella: La humana. La mortal que se atrevió a entrar al Bastión, la única que no debía estar ahí.
Ekaterina sintió algo frío clavarse en su pecho; no era dolor, no era magia. Era atención. La atención del demonio que reinó sobre eras.
—Una humana —murmuró Darok con un tono peligroso—. Templada… fuerte… irrelevante.
En ese preciso instante Darok chasqueó los dedos. El sonido fue pequeño, pero devastador.
Ekaterina desapareció en un estallido de luz negra sin emitir un solo grito.
Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Xalvator y Helenka intentaron alcanzarla, pero el espacio se plegó antes de que pudieran moverse.
La joven rusa cayó desde una altura de apenas un metro… pero en un lugar completamente diferente. El aire era fresco, el cielo abierto y los árboles de la zona de búsqueda se alzaban alrededor.
Los integrantes de La Patrulla Dorada, quienes se reunían tras terminar de rastrear, la vieron aparecer como si hubiese sido arrojada desde una grieta invisible.
—¡EKATERINA! —gritaron todos al unísono corriendo hacia ella.
La joven estaba consciente… pero paralizada. Sus labios temblaban. Sus ojos estaban dilatados. Su cuerpo entero estaba aún anclado al eco de la mirada de Darok. El demonio había decidido que no debía estar allí y la había arrancado del Bastión como quien sacude una mota de polvo.
En lo profundo de las ruinas, Darok volvió a mirar a sus hijos.
Su sombra llenó toda la sala —Ahora… Sigamos con lo que importa.
Un silencio antinatural se extendió por las ruinas quebradas del Bastión. El aire, cargado de ceniza y energía oscura, vibraba como si el mundo contuviera la respiración ante la presencia recién llegada.
Darok avanzó entre los restos del colosal salón central, cada paso suyo provocando un temblor sordo que hacía caer fragmentos de piedra y ecos del pasado. Con sus cadenas fundidas aún colgando de su torso —testigos de su reciente liberación— se alzó en medio del combate como un eclipse viviente.
Vladimir y Abrahel seguían inmóviles, como depredadores sorprendidos por un monstruo mayor. El poder de ambos hermanos se contrajo, casi paralizado bajo la sombra del Señor del Averno.