Vlasic

Capitulo_2

El apartamento no estaba en silencio. Nunca lo estaba. SIL regulaba la luz de las lámparas como quien respira: un pulso lento, casi imperceptible. A esa hora la intensidad descendía tres grados, preparándose para lo que la red llamaba descanso circadiano. Paige no lo pidió; la casa lo decidió. El agua, en los grifos, llevaba una presión ajustada a su hidratación del día anterior. El aire entraba con un olor neutro, sintetizado para borrar residuos. No había ventanas abiertas. No había azar.

Paige estaba sentada junto a la mesa de trabajo. El cuaderno permanecía abierto, pero sin escritura. Tenía el lápiz entre los dedos, apenas rozando el borde. No lo movía. El hábito no era escribir, era sostener, como si de esa rigidez naciera cierta calma.

En la cocina, la cafetera encendió la válvula. Vapor mínimo, un gorgoteo que imitaba lo humano. Ella lo dejó hacer. No se levantó. El sonido llenaba la sala con un simulacro de compañía.

La silla frente a ella permanecía vacía. A veces la miraba demasiado tiempo. La última vez que su padre se había sentado ahí fue meses atras. El recuerdo no venía entero. A veces era la sombra en la pared; otras, la voz ronca leyéndole un informe, como si su hija fuera colega y no familia. Paige había aprendido a vivir con esos fragmentos, trozos de hombre en lugar del hombre completo.

Bebió el café sin azúcar. El mismo café que él tomaba. Le resultaba desagradable, pero la incomodidad tenía un valor: era una manera de mantenerlo cerca.

El reloj de la pared retrocedió un segundo y lo corrigió de inmediato. Un glitch menor, pero Paige clavó la vista en él. Su padre solía decir que el verdadero desastre siempre se anunciaba como un error pequeño. Cuando algo parece insignificante, es cuando ya te ha alcanzado, recordaba.

Apoyó la frente en el dorso de la mano. El apartamento devolvió solo el murmullo del café apagándose. SIL mostraba todo en rango: luz estable, temperatura estable, seguridad estable. La perfección como un insulto.

Se levantó despacio, como si cada gesto necesitara deliberación. Abrió la ventana automática. Afuera, la ciudad encendía sus venas.

Primero los corredores de tránsito, después las fachadas de servicio, más tarde los puentes con luces dirigidas al flujo peatonal. Todo en orden. SIL ajustaba el ritmo de la ciudad igual que un corazón gobierna a un cuerpo.

Paige apoyó la frente contra el vidrio. El frío era real, distinto a la neutralidad de la casa. Lo apartó de inmediato. No quería repetir ese gesto: demasiadas veces había visto rostros pegados al otro lado del cristal.

En el edificio contiguo, un hombre salió con su chaqueta gris. Caminaba hacia la tienda, como siempre. Misma hora, misma ruta, mismos pasos. Lo había visto hacerlo decenas de veces. Nunca cambiaba. Un reintegrado. SIL lo presentaba como un éxito: comportamiento corregido. Un ciudadano funcional, reintegrado a la sociedad.

Paige lo miró más de lo debido. Se preguntó si realmente era siempre el mismo hombre. Si no había habido otro antes, idéntico, ocupando el mismo papel. La idea la atravesó con una punzada seca: ¿y si su ciudad estaba llena de copias? ¿Qué quedaba de lo humano cuando la vida entera se programaba?

Apartó la mirada. Cerró la ventana. El aire del apartamento volvió a ser neutro, obediente, sin memoria.

En la mesa había una caja pequeña, metálica, con bordes gastados. La tomó. Adentro, una grabadora portátil, vieja. No la usaba para escuchar; no siempre se atrevía. La simple presencia del objeto ya bastaba. Tenía peso, textura, historia. Había sido de su padre. Era la única cosa que resistía a la perfección de SIL.

No encendió la grabadora. La sostuvo con ambas manos, como si bastara para impedir que el recuerdo se diluyera.

Se sentó otra vez. Apoyó la caja abierta sobre la mesa. La cafetera había dejado de sonar. Ahora la sala parecía más vacía.

Miró el cuaderno. No escribió. No quería. Sus pensamientos no necesitaban papel. Estaban enraizados demasiado profundo. Lo único que anotaba últimamente eran fragmentos, listas inconclusas, palabras sueltas. Cosas que no pertenecían a ella sino a las anomalías que coleccionaba.

Afuera, la ciudad siguió encendiéndose. Un niño cruzaba la plaza con pasos desiguales. La maestra lo corrigió con un gesto y él se reacomodó, como si nada hubiera ocurrido. Un perro olió el aire, confundido por un cambio mínimo de presión que nadie más notó. Tres semáforos entraron en intermitencia, volvieron a la normalidad sin aviso. Todo archivado como evento transitorio.

Paige respiró hondo. El aire sabía a vacío.

Se levantó por segunda vez. Caminó hacia la cocina, abrió el grifo. El agua salió con un flujo perfecto. Pero al poner el vaso debajo, notó algo: una vibración mínima, como un zumbido, que recorría el cristal.

Lo retiró al instante. El agua siguió corriendo, sin alteración. SIL indicó “flujo óptimo”.

Paige dejó el vaso en la mesa sin beber. La vibración aún parecía cosquillarle los dedos.

El apartamento, otra vez, se mostró impecable. Pero ella sabía que algo había pasado. Que en los muros había una respiración que no pertenecía a la casa.

Apagó la luz. Dejó la sala en penumbra. El cuaderno quedó cerrado, la grabadora en su caja, la taza vacía.

La noche no estaba afuera. Estaba adentro.

El corredor del edificio olía a pintura nueva. Ninguna mancha, ninguna grieta: SIL había decidido restaurar las paredes esa misma semana. Cada superficie blanca parecía tener la intención de borrar cualquier resto de historia. Al cruzar el umbral, Paige tuvo la impresión de salir no de su hogar, sino de un pasillo recién fabricado para alguien más.

El portero levantó la vista de la consola. —Buen día, agente Moneta.

Ella respondió con un gesto breve. El hombre no sonreía, nunca lo hacía. Quizá ya no recordaba cómo. Era un reintegrado; la cicatriz en la sien lo delataba si se miraba lo suficiente. SIL lo había corregido años atrás después de un incidente del que nadie hablaba. Desde entonces ocupaba ese puesto, inmóvil, siempre de servicio.




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