Cuento #2
Sara había vivido en su casa durante casi diez años, y desde que recordaba, siempre había tenido problemas con sus vecinos. Eran una familia extraña, compuesta por tres adultos que parecían más bien sombras que personas. Nunca los veía hacer nada útil, ni mucho menos los escuchaba tener conversaciones normales. Siempre estaban ahí, observando, con sus cuerpos rígidos y miradas opacas. Pasaban el día en su jardín, susurrando entre ellos mientras veían cómo el resto de los vecinos llevaba una vida normal. Algo en ellos siempre había perturbado a Sara, una sensación de inquietud que no podía explicar.
Los niños del vecindario evitaban acercarse a su casa, y los perros ladraban sin parar cuando pasaban cerca. Pero el verdadero problema para Sara comenzó cuando, una tarde, regresó a casa y encontró basura esparcida por su jardín. Era la cuarta vez en el mes que eso sucedía, y ya estaba convencida de que los vecinos eran los responsables.
El colmo llegó cuando una tarde, mientras ella estaba regando sus plantas, escuchó a uno de los vecinos, un hombre de cara enjuta y piel grisácea, murmurar algo desde el otro lado de la cerca.
—Parecen ratas—dijo con desprecio, refiriéndose a las plantas de Sara.
Eso fue la gota que colmó el vaso.
Sara había soportado mucho. Entre los desechos que aparecían en su jardín, las miradas intensas y las susurrantes burlas que nunca acababan, ya no pudo contener su ira. Se giró hacia la cerca y gritó, con todo el desprecio que pudo reunir:
—¡Son unos buitres! Siempre ahí, acechando y esperando a que los demás caigan para atacar. ¡Eso es lo que son, carroñeros!
Los vecinos, sorprendidos, la miraron en silencio por un momento, sus ojos vacíos parpadeando lentamente, como si procesaran sus palabras. Pero no dijeron nada. Solo se miraron entre ellos, y luego regresaron a sus actividades, como si nada hubiera pasado.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir, Sara no podía quitarse de la cabeza la idea de que algo andaba mal. La casa de los vecinos parecía aún más sombría que de costumbre, y aunque había bajado todas las cortinas, sentía que alguien la observaba. El viento susurraba entre las ramas de los árboles, y los crujidos de la madera parecían ecos de risas lejanas. Pero, como siempre, se obligó a tranquilizarse, diciéndose que eran solo nervios.
Sin embargo, al día siguiente, mientras estaba en la tienda de la esquina, escuchó una conversación que hizo que la sangre se le helara.
—Sería divertido cazar algunos buitres—comentó uno de los vecinos, con un tono que no dejaba lugar a dudas. Se refería a ella.
Sara se tensó de inmediato, su corazón latiendo rápido. Sabía que lo decían en serio. Aunque nadie en el vecindario hablaba directamente con ellos, todos sabían que esa familia era peligrosa, pero nadie se atrevía a hacer algo. Había rumores sobre desapariciones, sobre eventos extraños, pero nunca se había probado nada. Aún así, Sara sabía que tenía que hacer algo, pero no estaba segura de qué.
Durante los días siguientes, las cosas empeoraron. Cada vez que salía de su casa, los vecinos la observaban desde la cerca, sin disimulo alguno. Cuando regresaba del trabajo, encontraba cosas en su jardín: plumas negras, huesos pequeños, e incluso un par de veces lo que parecía ser carne podrida. La tensión crecía dentro de ella. Sabía que estaban jugando con su mente, que intentaban asustarla. Pero Sara no quería huir. Había vivido ahí demasiado tiempo y no estaba dispuesta a dejar que esos extraños la expulsaran de su propia casa.
Una noche, después de varios días de soportar el acoso silencioso, escuchó algo distinto. A través de la ventana del dormitorio, un sonido metálico, como si alguien arrastrara una cadena, resonaba desde el jardín de los vecinos. Se levantó sigilosamente y, con cautela, miró a través de la rendija de la cortina.
Lo que vio hizo que se le erizara la piel.
Los tres vecinos estaban de pie en el centro de su jardín, formando un círculo. En el medio, sobre una losa de piedra que antes no había estado allí, yacía algo envuelto en una tela negra. Uno de ellos sostenía una soga que colgaba de un árbol, y el otro murmuraba palabras en un idioma que Sara no entendía.
Retrocedió, aterrada, sin hacer ruido, y corrió hacia su teléfono. Decidió llamar a la policía, pero algo en su interior le decía que eso no serviría. No había pruebas suficientes. ¿Quién les creería? ¿Acaso no era solo una mujer molesta con sus extraños vecinos?
Con el corazón acelerado, Sara decidió enfrentarlos.
Al día siguiente, con el sol en el cielo, los vecinos parecían actuar con total normalidad. Sara, armada con su coraje, decidió plantar cara. Cruzó la calle y golpeó la puerta de la casa de los vecinos. Tardaron un momento en abrir, y cuando lo hicieron, la mirada del hombre enjuto que la había insultado días atrás la perforó como una daga.
—¿Qué quieres? —preguntó él, su voz como una serpiente siseando entre las palabras.
—Quiero que paren. Sé lo que están haciendo —dijo Sara, tratando de mantener su voz firme, aunque sentía que las piernas le temblaban.
El hombre no respondió al principio. Solo la miró, sus ojos vacíos como pozos oscuros. Luego, sonrió.
—¿De verdad crees que puedes hacer algo al respecto? —respondió él, con una sonrisa retorcida. —Los buitres ya están volando, Sara. Y están muy hambrientos.
Sara retrocedió, notando que los otros dos vecinos aparecían detrás de él, sus sombras alargadas por la luz del sol. Estaba atrapada, y lo sabía. Pero algo dentro de ella, una chispa de rabia y desesperación, la empujó a seguir.
—No soy yo la que debería tener miedo —dijo, su voz más fuerte ahora. —Los buitres no solo se alimentan de los débiles. Ellos también cazan a los que están heridos... como ustedes.
Antes de que los vecinos pudieran reaccionar, Sara se dio la vuelta y regresó corriendo a su casa. Cerró todas las puertas y ventanas, y se sentó en el salón, esperando, mientras el sol descendía y la noche envolvía la ciudad.
Editado: 19.12.2024