Cuento #4
Liam despertó con la sensación de que algo no estaba bien. Parpadeó varias veces, sintiendo el frío de una superficie dura bajo su cuerpo. El aire olía a polvo y moho. Cuando logró enfocar la vista, se dio cuenta de que no estaba en su cama ni en su casa. Alzó la cabeza lentamente, su mente intentando encajar el desconcierto con la realidad.
Estaba en una sala vasta, iluminada tenuemente por una luz amarillenta que parpadeaba desde un candelabro viejo y oxidado. A su alrededor, la oscuridad acechaba en los rincones como una amenaza palpable. Se incorporó, con el corazón latiendo desbocado, intentando entender cómo había llegado allí. ¿Había estado soñando? Lo último que recordaba era haberse quedado dormido después de un largo día en el instituto.
—¿Dónde...? —murmuró, pero su voz se perdió en el eco.
Fue entonces cuando los vio. Cientos de figuras inmóviles, dispersas por la sala, mirando en su dirección. Eran maniquíes. Sin rostro, sin rasgos, solo cuerpos vacíos, hechos de plástico blanco. No se movían. Solo estaban ahí, rodeándolo en un círculo macabro.
Un escalofrío recorrió su espalda. Se levantó lentamente, asegurándose de no hacer ruido. Mientras se enderezaba, observó los maniquíes más cercanos con cautela. Algo en ellos no se sentía natural, y no era solo su quietud. Había algo más, una tensión latente, como si estuvieran esperando. Su respiración se volvió errática cuando uno de los maniquíes pareció inclinarse ligeramente hacia adelante. ¿Había sido solo su imaginación?
Liam dio un paso hacia atrás, sin dejar de mirarlos. Ninguno se movió. Sentía que su corazón estaba a punto de explotar en su pecho. Otro paso atrás. De repente, la sensación de vacío en la sala se hizo aún más profunda. Los maniquíes seguían estáticos, pero el aire a su alrededor se sentía más pesado, como si algo invisible lo estuviera empujando hacia ellos.
Dio un paso más, y fue en ese momento cuando escuchó un suave clic, como si algo hubiera cambiado en la habitación. Giró la cabeza hacia la derecha, solo por un segundo, y cuando volvió a mirar hacia los maniquíes, algo había cambiado. El maniquí más cercano a él estaba más cerca. Mucho más cerca. Ahora estaba a solo un par de metros de distancia.
Liam retrocedió rápidamente, casi tropezando con sus propios pies. Sus ojos se clavaron en el maniquí. No podía ser real. No podía moverse. Pero allí estaba, mucho más cerca que antes. El pánico comenzó a apoderarse de él. Miró a su alrededor frenéticamente. Había más maniquíes, muchos más, y todos estaban dirigidos hacia él. Sintió la opresión en su pecho. No podía quedarse allí.
Dio media vuelta y comenzó a correr, dirigiéndose hacia lo que parecía una puerta al fondo de la sala. Su corazón palpitaba con fuerza, y podía sentir su propia respiración en sus oídos. Pero justo antes de alcanzar la puerta, cometió un error. Miró hacia atrás.
Los maniquíes habían avanzado. No corriendo, ni caminando. Simplemente... estaban más cerca. Lo suficiente como para que uno de ellos casi pudiera tocarlo si estiraba el brazo.
Liam jadeó, casi congelado por el miedo. Esto no podía estar ocurriendo. Pero lo estaba.
Abrió la puerta de golpe y se lanzó al otro lado, cerrándola de un portazo. El sonido resonó por toda la casa, y durante un momento, todo quedó en un silencio absoluto. Liam apoyó la espalda contra la puerta, tratando de calmar su respiración. Estaba a salvo, al menos por ahora.
Miró alrededor del nuevo espacio. Era un pasillo largo y estrecho, también lleno de maniquíes, alineados a ambos lados, como figuras de una grotesca procesión. Tenían la misma apariencia sin rostro, con brazos rígidos y torsos encorvados. No se movían, pero Liam sabía que eso podía cambiar en cualquier momento.
—Mierda... —susurró, sin poder controlar el temblor en su voz.
Tenía que pensar. No podía quedarse quieto, pero tampoco podía correr sin rumbo. Lentamente, comenzó a caminar por el pasillo, sin apartar la vista de los maniquíes a su izquierda. Cada uno de sus pasos resonaba en el suelo de madera, amplificando su ansiedad. El pasillo parecía alargarse interminablemente, como si la casa misma jugara con su mente.
Siguió avanzando hasta que, sin querer, su mirada se desvió por un instante hacia la derecha. Fue solo un segundo, pero fue suficiente. El maniquí a su izquierda había dado un paso adelante. Su brazo ahora estaba extendido hacia él, como si intentara agarrarlo.
—¡No! —gritó Liam, retrocediendo. Miró a los maniquíes de ambos lados, y todos parecían haberse movido, aunque apenas podía recordar cómo estaban dispuestos antes.
Los latidos de su corazón resonaban en su cabeza. Cada vez que parpadeaba, tenía la horrible sensación de que algo se movía en su periferia. Pero mientras mantuviera los ojos en ellos, no podían avanzar. Esa era la única regla que podía intuir.
Siguió caminando con pasos vacilantes, sus ojos moviéndose frenéticamente de un lado a otro, evitando perder de vista a ninguno de los maniquíes. El aire en el pasillo era denso, cargado de un extraño silencio, roto solo por los ocasionales crujidos del suelo bajo sus pies. Su cuerpo entero estaba en tensión, cada músculo listo para correr, pero sabía que no podía. No debía mirar hacia atrás. No debía.
Finalmente, el pasillo terminó en otra puerta. Al otro lado, un leve resplandor indicaba que podría haber una salida. O al menos, un lugar diferente. Se acercó lentamente, su mano temblorosa sobre el pomo. Dio un último vistazo a los maniquíes antes de abrirla. Ninguno se había movido, pero sus posturas ahora parecían casi expectantes, como si supieran que estaba a punto de cometer un error.
Giró el pomo y entró.
El cuarto era una sala de estar, o al menos, eso parecía. Había muebles cubiertos con sábanas blancas, como si nadie hubiera habitado ese lugar en años. Pero algo era diferente. No había maniquíes. El alivio que sintió fue casi tangible. Se dejó caer sobre uno de los sofás cubiertos y se permitió cerrar los ojos, solo por un segundo. Su respiración era entrecortada, pero lentamente comenzó a calmarse.
Editado: 19.12.2024