Cuento #2
Nadie sabía exactamente qué había ocurrido en el pequeño pueblo de San Gerardo. Situado en una región remota de las montañas, era un lugar apartado, rodeado de frondosos bosques y un aire siempre frío, aunque acogedor. Tenía una población de apenas 150 habitantes, todos conocidos entre sí, como suele ocurrir en los pueblos pequeños. Hasta el último día, San Gerardo era un lugar tranquilo, donde el mayor suceso del año solía ser la llegada de la feria itinerante. Sin embargo, todo cambió de un día para otro.
Fue el 15 de septiembre, según los pocos registros que quedaron. La noche anterior había sido una noche ordinaria, sin señales de que algo estuviera mal. Sin embargo, cuando el sol comenzó a iluminar las montañas al día siguiente, no había un solo alma en San Gerardo. Las calles estaban vacías, los coches estacionados como si hubieran sido abandonados a la mitad de la marcha, puertas abiertas de par en par, las luces encendidas en algunas casas y la comida aún caliente sobre las mesas. Los animales de granja paseaban sin supervisión, como si el tiempo se hubiera detenido en el momento en que todo sucedió. El pueblo entero parecía haber sido arrancado del mundo.
Pasaron varios días antes de que se notara la ausencia de los habitantes de San Gerardo. Los familiares de los aldeanos, residentes en otras ciudades cercanas, comenzaron a reportar que no podían contactar con sus seres queridos. Después de muchas llamadas sin respuesta, la policía local decidió enviar una patrulla. Cuando llegaron, los agentes no tardaron en darse cuenta de que algo estaba terriblemente mal.
—Es como si hubieran desaparecido de golpe —comentó el jefe de policía a su equipo mientras caminaban por las calles desiertas.
El ambiente era extraño, pesado. El aire parecía más denso de lo normal, y una niebla ligera, casi etérea, rodeaba el pueblo. No había señales de lucha, ningún rastro de violencia. Solo el silencio y la sensación de que algo no encajaba en absoluto.
Los agentes entraron en las casas, pero no encontraron nada fuera de lo común, salvo la inquietante ausencia de vida humana. Los platos seguían en la mesa con la comida a medio comer, como si sus habitantes se hubieran levantado y se hubieran desvanecido en el aire. Las camas estaban sin hacer, las radios seguían encendidas, emitiendo estática en lugar de música o noticias. El pueblo entero parecía congelado en el tiempo.
No hubo respuesta ni pistas. Sin embargo, uno de los oficiales, el joven agente Martín, se sintió particularmente incómodo mientras inspeccionaba una de las casas. Era la casa de los Sandoval, una familia de cuatro que solía ser bastante activa en la comunidad. En el cuarto de los niños, había juguetes esparcidos por el suelo, pero algo llamó su atención: un muñeco, de aquellos antiguos, de porcelana, que no había visto antes.
Martín lo tomó en sus manos y sintió una especie de vibración en la piel, una energía que le puso los pelos de punta. A medida que lo observaba, creyó ver algo moverse en el reflejo de los ojos del muñeco. Lo dejó caer, retrocediendo un par de pasos. Pero cuando se agachó para recogerlo, el muñeco ya no estaba allí.
Con el paso de las horas, la inquietud crecía. Los refuerzos llegaban y las búsquedas se intensificaban. La única iglesia del pueblo, un edificio antiguo de piedra, parecía el lugar más apropiado para establecer la base de operaciones de las autoridades. Dentro, había una sensación de calma perturbadora, casi como si el silencio ahí fuera una entidad tangible.
Durante la inspección, el padre Juan, el sacerdote local, también había desaparecido, dejando su Biblia abierta en el altar. Alguien señaló que el pasaje abierto hablaba del Apocalipsis, lo que muchos tomaron como una señal profética de lo que estaba ocurriendo. Pero lo peor llegó cuando la policía decidió inspeccionar el cementerio. Las tumbas estaban abiertas, pero no por vandalismo o profanación. Las lápidas estaban intactas, pero los ataúdes estaban vacíos. No había ni rastro de los cadáveres que alguna vez descansaron bajo la tierra.
El pánico se desató entre los oficiales. Algunos pensaban que el pueblo estaba maldito; otros hablaban de un extraño culto o secta que habría llevado a cabo algún tipo de ritual macabro. Pero todos coincidían en una cosa: aquello que estaba sucediendo escapaba a toda lógica. Martín, aún perturbado por el extraño muñeco que había visto en la casa de los Sandoval, no podía dejar de pensar que aquello no era obra de ningún ser humano.
Al caer la noche, el pueblo adquiría un aire más pesado, más oscuro. Las sombras parecían moverse por cuenta propia, y el silencio se volvía ensordecedor. El equipo de rescate, cansado y desesperado, decidió pasar la noche en el pueblo, esperando que al amanecer pudieran encontrar alguna pista.
Los oficiales y el equipo de investigación se distribuyeron en las casas, algunos durmiendo en los vehículos policiales, otros en las viviendas de los desaparecidos. Martín se ofreció para hacer la primera ronda de vigilancia nocturna, incapaz de sacudirse la sensación de que algo los acechaba.
Caminaba por las calles desiertas, su linterna proyectando sombras alargadas en las paredes de las casas. El viento soplaba suavemente, pero había algo extraño en él: no traía consigo el típico olor a pino del bosque cercano, sino un aroma metálico y acre, como el olor de la sangre.
A las tres de la mañana, todo cambió. De repente, las luces del pueblo comenzaron a parpadear y la niebla se volvió más espesa. Martín sintió una presión en el pecho, como si el aire mismo se volviera imposible de respirar. Fue entonces cuando escuchó el primer grito. Provenía de la iglesia.
Corrió hacia allá, con el corazón martilleándole en las costillas. Al entrar, lo que vio fue indescriptible: sus compañeros, los otros policías y civiles que habían buscado refugio, estaban retorcidos en el suelo, sus cuerpos desfigurados de maneras imposibles. Brazos y piernas doblados en ángulos grotescos, ojos arrancados de sus cuencas, y bocas abiertas en silenciosos gritos de terror.
Editado: 19.12.2024