Cuento #1
La cuarta sesión comenzó con una atmósfera inusualmente tranquila. El psicólogo, al igual que en las sesiones anteriores, se encontraba revisando sus notas. Sin embargo, hoy su mente estaba particularmente centrada en un detalle que había comenzado a notarlo más con frecuencia: la obsesión de Sofía con los espejos. Había observado que en muchos de sus cuentos, los espejos jugaban un papel central, y había una inquietante intensidad en su mirada cada vez que mencionaba uno. A pesar de su evidente interés, Sofía siempre parecía desviar el tema cuando él lo abordaba, evitando profundizar en su fascinación.
Cuando Sofía llegó a la consulta, estaba más animada de lo habitual. Su rostro mostraba una mezcla de entusiasmo y resolución. Se sentó con rapidez en su lugar habitual, su mirada brillaba con una intensidad que indicaba que estaba lista para contar más historias.
—Hola, Sofía —saludó el psicólogo, tratando de mantener su voz neutral mientras evaluaba su comportamiento—. ¿Cómo te sientes hoy?
Sofía lo miró con una sonrisa encantadora.
—Estoy bien, gracias. He estado pensando mucho en los cuentos que quiero contarte. De hecho, tengo cinco en total, y prometo que serán los últimos.
El psicólogo, que había comenzado a hacer conexiones entre los cuentos de Sofía y ciertos patrones en su comportamiento, asintió lentamente.
—Me alegra escuchar eso. Pero antes de que empieces, me he dado cuenta de que los espejos parecen aparecer con frecuencia en tus historias. ¿Hay alguna razón especial para eso?
Sofía lo miró con una expresión que oscilaba entre la sorpresa y la indiferencia. Negó con la cabeza de manera casi automática.
—Oh, no, no es nada. Solo me gustan los espejos, eso es todo. No tienen un significado especial para mí. Solo son parte de los cuentos.
El psicólogo no estaba completamente convencido, pero decidió no insistir en el tema. Sofía tenía una habilidad notable para evadir preguntas incómodas, y había aprendido que a veces era mejor permitir que la conversación fluyera de manera natural.
—Está bien, Sofía. Entonces, ¿cuál es el primer cuento que quieres compartir hoy?
Sofía se inclinó hacia adelante, su entusiasmo palpable y comenzó a narrar:
"No vengas a la escuela mañana"
Las palabras de mi compañero de clase, Diego, resonaban en mi mente una y otra vez, como una advertencia sofocada por un mal presentimiento. Había sido una tarde normal, o eso parecía, hasta que él se acercó a mí al final del día. No éramos amigos cercanos, apenas intercambiábamos un par de palabras en clase. Pero cuando me susurró esas cinco palabras con una frialdad que helaba la sangre, algo en su tono hizo que todo mi cuerpo se tensara.
Al llegar a casa, no pude concentrarme en nada. Las tareas, los videojuegos, incluso las conversaciones con mi madre pasaban desapercibidas. Mi cabeza estaba atrapada en un bucle de preguntas: ¿Por qué me diría eso? ¿Era una amenaza? ¿Un aviso? ¿Qué sabía él que yo no?
—Mamá, ¿puedo quedarme en casa mañana? —pregunté de repente durante la cena, casi sin pensarlo.
—¿Por qué? —preguntó ella, extrañada, mientras servía un poco más de sopa en mi plato—. ¿Estás enfermo?
—No... es que... no sé, siento que no quiero ir mañana —dije, buscando las palabras correctas para no alarmarla.
Ella arqueó una ceja, pero no dijo nada al principio. Sabía que no era del tipo de inventar excusas para saltarme la escuela, así que después de unos segundos, suspiró.
—Bueno, si no te sientes bien, puedes quedarte. Solo por un día.
Sentí una punzada de alivio mezclada con una ansiedad que no podía explicar. Esa noche apenas dormí, dando vueltas en la cama, atormentado por la incertidumbre. ¿Qué iba a pasar en la escuela? ¿Por qué me advirtió Diego?
A la mañana siguiente, me quedé en casa como había planeado. Mamá salió temprano para ir al trabajo, dejándome solo en casa. Me acomodé en el sofá frente al televisor, pero nada me interesaba. Cada vez que intentaba distraerme, el eco de las palabras de Diego volvía con fuerza. "No vengas a la escuela mañana".
Decidí revisar mi teléfono. Abrí el chat grupal de la clase y vi que los mensajes se acumulaban. La mayoría eran cosas sin importancia, hasta que de repente, un mensaje llamó mi atención.
"Algo está pasando en la escuela. Hay policías por todas partes. No dejan entrar ni salir a nadie".
Sentí un frío en el estómago, como si alguien hubiera apretado una garra helada alrededor de mis entrañas. Deslicé el dedo rápidamente para leer más mensajes.
"Dicen que hay una amenaza de bomba", escribió uno de mis compañeros.
La sangre me abandonó el rostro. ¿Bomba? ¿Cómo es que Diego sabía algo sobre esto? Todo empezaba a tener un sentido oscuro y retorcido, pero aún no podía unir las piezas del rompecabezas.
Intenté llamarlo, pero su teléfono iba directamente al buzón de voz. No respondía a los mensajes tampoco. Pasé el resto de la mañana pegado al teléfono, revisando noticias, actualizaciones, esperando saber más. Pero todo lo que aparecía era un vacío de información, una mezcla de rumores y especulaciones.
Alrededor del mediodía, las noticias comenzaron a hablar más abiertamente sobre el incidente. "Amenaza de bomba en secundaria local. Policía investiga."
Ningún nombre era mencionado. Ningún sospechoso. Pero la duda crecía en mi mente. ¿Diego había puesto la bomba? ¿Era él? ¿Por qué me había advertido solo a mí?
Entonces, otro mensaje del grupo llegó. Uno que hizo que mis manos temblaran.
"Diego no está. Nadie lo ha visto desde esta mañana".
Los días siguientes fueron un torbellino de confusión, miedo y caos. La escuela estuvo cerrada mientras la policía investigaba el caso. Se hablaba de una bomba escondida en algún lugar del edificio, pero lo más escalofriante era que nadie la encontraba. Era como si el espectro de la amenaza flotara sobre nosotros, invisible pero letal.
Editado: 19.12.2024