Cuento #3
Las paredes de acero del submarino resonaban con el suave zumbido de los motores que nos mantenían en movimiento. Alrededor, una oscuridad absoluta rodeaba la pequeña cápsula de nuestra nave, como si fuéramos los únicos seres conscientes en todo el universo. A decenas de metros bajo el océano, la luz no llega. El mar profundo es una extensión infinita y vacía, un lugar donde el tiempo parece detenerse y el sentido de la realidad comienza a desmoronarse.
Éramos un equipo de cinco a bordo del Nautilus, una expedición científica destinada a explorar las fauces del abismo, más allá de donde cualquier otro humano había llegado. Estábamos cartografiando lo desconocido, buscando nuevas formas de vida en lo que parecía ser un mundo alienígena en la propia Tierra. Desde el primer día, esa profundidad insondable me había causado una sensación de claustrofobia y un creciente malestar. Algo más antiguo y peligroso que la ciencia yacía ahí abajo, lo sabía en lo más profundo de mi ser.
—Luz, ¿puedes revisar los instrumentos?—, dijo mi colega Marcus desde su consola. Su voz sonaba apagada, como si el ambiente dentro del submarino succionara el alma de nuestras palabras.
—Todo parece normal—, respondí. Pero mentía. Había un zumbido leve en la cabina, un zumbido que sólo yo parecía escuchar. La presión estaba aumentando. Sabía que la profundidad jugaba con nuestras mentes, que los espacios confinados y la falta de luz podían crear ilusiones. Pero aquello se sentía diferente, como si algo estuviera allí, observándonos, esperándonos.
Marcus no parecía afectado, pero había algo en su comportamiento que había cambiado. No sólo en él, en todos nosotros. Desde que habíamos descendido más allá de los cinco mil metros, había una tensión palpable entre el equipo. Las conversaciones se reducían a órdenes funcionales, y las bromas y el entusiasmo del inicio de la expedición se habían desvanecido.
Estaba revisando los monitores cuando escuché algo que me hizo detenerme.
—Hay una niñita afuera—, dijo Marcus con voz baja, casi en un susurro.
Me giré lentamente hacia él, pensando que había entendido mal.
—¿Qué has dicho?— Mis palabras fueron lentas, entrecortadas. El peso del mar y de la situación había drenado toda mi energía.
Marcus no me miraba a mí, sino hacia la pequeña ventana delantera del submarino. Apuntaba hacia algo con su mano temblorosa. —Allí... Hay una niña afuera...
Un escalofrío recorrió mi espalda. Me acerqué, con el corazón latiendo con fuerza en mis oídos. Miré por la ventana, y durante un segundo, pensé que mi mente me estaba jugando una broma cruel.
Allí estaba. Una figura pequeña y pálida flotaba fuera de la nave. La luz de los reflectores apenas la iluminaba, pero era inconfundible. Una niña de no más de siete años, con la piel tan blanca que casi brillaba en la oscuridad, me miraba con ojos enormes, completamente negros. No había una burbuja de aire alrededor de su cabeza, no llevaba ningún tipo de equipo de buceo. Simplemente... estaba allí, como si la presión de miles de metros de agua no le afectara en absoluto.
—Esto no es real—, murmuré, retrocediendo. Pero los ojos de la niña se clavaron en los míos y, en ese momento, supe que aquello, fuera lo que fuera, nos había encontrado.
Los demás en el submarino comenzaron a notar mi reacción. Sarah, la bióloga marina, se acercó a ver por la ventana, seguida de Lucas, el ingeniero. Los murmullos empezaron a extenderse entre el equipo.
—¿Qué demonios...?—, susurró Sarah.
—Esto es imposible—, exclamó Lucas, golpeando la consola como si el impacto pudiera hacer desaparecer la visión. Pero la niña seguía allí, inmóvil.
La comunicación con la superficie había sido intermitente desde que descendimos a estas profundidades, pero en ese momento, el silencio del submarino se volvió insoportable. Algo estaba fundamentalmente mal. No podíamos alejarnos de la figura flotante. Cada vez que uno de nosotros intentaba apartar la mirada, sentíamos su presencia más fuerte, como si algo ancestral estuviera tocando las fibras más profundas de nuestra mente.
Entonces, la niña comenzó a moverse. Su pálido rostro permanecía inmutable, pero su cuerpo se acercaba lentamente hacia la ventana delantera. Parecía flotar como un cadáver arrastrado por una corriente invisible, aunque no había movimiento en el agua.
—¡Retirémonos!— grité. Mi voz sonó aguda y llena de pánico. Marcus, quien parecía el más afectado, no se movía, solo murmuraba incoherencias sobre "no podemos dejarla sola aquí".
Sin dudarlo, tomé los controles y comencé a ascender. La nave crujió en respuesta, pero pronto noté que algo estaba muy mal. A pesar de que los instrumentos indicaban que estábamos ascendiendo, la figura de la niña seguía allí, flotando frente a nosotros. No nos estábamos alejando de ella.
—Esto no tiene sentido—, dijo Sarah en voz baja, retrocediendo hasta el fondo de la cabina.
—¿Qué es esa cosa?—, preguntó Lucas, con el rostro pálido.
—No es humana—, respondí casi sin querer. La niña nos miraba, pero no había rastro de vida en esos ojos. No había aire, no había movimiento, solo una frialdad infinita.
El submarino comenzó a vibrar. Sentí la presión en mi cabeza, como si algo invisible estuviera intentando entrar. Los monitores parpadearon, y la luz en la cabina comenzó a fallar. Uno de los generadores se apagó, y el zumbido constante que nos había acompañado durante días cesó abruptamente.
Marcus soltó un grito desgarrador y cayó al suelo, agarrándose la cabeza como si algo estuviera desgarrando su mente desde dentro. —¡No podemos dejarla aquí! ¡No podemos dejarla aquí abajo!
La cabina se llenó de pánico. Sarah intentaba calmarlo, pero su propio rostro mostraba un terror absoluto. Lucas comenzó a revisar los sistemas, intentando restaurar la energía, pero parecía que todo estaba fallando a nuestro alrededor.
Editado: 19.12.2024