Cuento #4
Las luces parpadeaban en la sala de juegos vacía. Los colores vivos de los bloques y las pelotas parecían perder su brillo en la penumbra, mientras un silencio pesado llenaba el aire. Era medianoche, y nadie debía estar allí. Sin embargo, Martín no podía evitar sentirse atraído por el lugar. Había escuchado rumores de que, después de cerrar, algo extraño ocurría en esa sala.
Martín, un joven encargado de limpieza, había sido contratado recientemente para trabajar en el complejo de entretenimiento. Había escuchado a sus compañeros murmurar sobre "la sala de los niños", una habitación que, según decían, no seguía las reglas normales del espacio. Los niños se perdían ahí dentro por minutos que sentían como horas, y algunos reportaban haber visto cosas moviéndose entre las estructuras de juegos.
Esa noche, cuando las cámaras de seguridad captaron movimiento en la sala, el supervisor le pidió a Martín que fuera a verificar. Al principio, Martín pensó que sería algo sencillo: un juguete mal colocado o un fallo en el sensor. Sin embargo, cuando abrió la puerta, el aire se volvió más denso, y una sensación de inquietud se apoderó de él.
El lugar estaba diseñado como un paraíso para los niños. Había un laberinto de túneles, toboganes que serpenteaban como dragones de plástico y una piscina de pelotas que parecía interminable. Pero ahora, bajo las luces parpadeantes, todo parecía deformado, como si el espacio estuviera más grande de lo normal. Martín dio un paso hacia adentro, y la puerta se cerró detrás de él con un golpe seco.
—¡Hola! —llamó, esperando que no hubiera nadie allí.
El eco de su voz resonó más de lo que debería, como si las paredes estuvieran a kilómetros de distancia. Martín caminó hacia el centro, donde las sombras parecían moverse incluso cuando él se quedaba quieto. Sacó su linterna y apuntó hacia la piscina de pelotas. Por un segundo, juró ver una mano hundiéndose entre los colores.
—¿Hola? —preguntó de nuevo, esta vez con la garganta seca.
Se acercó lentamente, las pelotas crujían bajo sus pies. Cuando llegó al borde, apuntó con la linterna hacia el centro. No había nada. El lugar estaba quieto. Sin embargo, un leve susurro llegó a sus oídos, un sonido que no pudo distinguir si venía de las pelotas o de los túneles.
—No deberías estar aquí —dijo una voz infantil detrás de él.
Martín se giró bruscamente, pero no vio a nadie. El sudor comenzó a correr por su frente mientras retrocedía hacia la salida. Pero cuando alcanzó la puerta, esta ya no estaba. En su lugar, había un muro de plástico que parecía un segmento del laberinto. Intentó empujarlo, pero era sólido como una roca.
El susurro se hizo más fuerte, y Martín sintió un escalofrío recorrerle la columna. La voz ahora parecía multiplicarse, como si un coro de niños estuviera cantando una canción sin palabras. Martín corrió hacia el tobogán más cercano, pensando que podría encontrar otra salida. Subió las escaleras apresuradamente y se deslizó. Pero en lugar de llegar al suelo, el tobogán parecía no terminar nunca.
El plástico alrededor de él se volvió translúcido, y Martín vio sombras corriendo a su lado, como si algo lo estuviera persiguiendo. Cuando finalmente salió disparado, aterrizó en otro sector de la sala, uno que no recordaba haber visto antes. Era más oscuro, y las estructuras de juegos estaban cubiertas de algo que parecía moho. El aire olía a humedad y descomposición.
—Ayuda —dijo una voz débil.
Martín siguió el sonido, encontrando a una niña sentada en una esquina. Su ropa estaba rasgada, y sus ojos, aunque abiertos, parecían vacíos.
—¿Estás bien? —preguntó, arrodillándose a su lado.
La niña levantó la mirada hacia él y sonrió, pero su sonrisa era antinatural, demasiado amplia para su rostro. Antes de que Martín pudiera reaccionar, la niña se desvaneció, convirtiéndose en un grupo de pelotas que rodaron por el suelo.
El pánico lo invadió. Martín comenzó a correr sin dirección, atravesando túneles que parecían torcerse y cambiar cada vez que parpadeaba. Los susurros ahora eran gritos, y las sombras se hacían más claras, tomando formas humanas pero distorsionadas.
Finalmente, Martín llegó a una sala central. En el centro había un carrusel girando lentamente, aunque no había electricidad para moverlo. Las figuras de los caballos estaban agrietadas, y algunas parecían tener manos en lugar de pezuñas. En el techo, colgaban luces que emitían un zumbido irregular.
—No puedes irte —dijo una voz que resonó por toda la sala.
Martín miró hacia arriba y vio una figura enorme, como una mezcla de las estructuras de juegos y algo vivo. Sus "ojos" eran luces parpadeantes, y su cuerpo estaba compuesto por fragmentos de plástico y cuerda. La criatura se inclinó hacia él, y Martín sintió que sus piernas no podían moverse.
En un último intento de escapar, Martín cerró los ojos y gritó. Cuando los abrió, estaba de vuelta en la sala, pero era de día, y todo parecía normal. Sus compañeros de trabajo lo encontraron temblando cerca de la piscina de pelotas. Nadie le creyó cuando intentó explicar lo que había sucedido.
Desde entonces, Martín evita pasar cerca de la sala de juegos. Sin embargo, a veces, en sus sueños, escucha los susurros y siente el plástico bajo sus pies. Sabe que, aunque escapó, una parte de él quedó atrapada en ese lugar para siempre.
Editado: 19.12.2024