Cuento #5
El sonido rítmico de las olas acariciando la costa era lo único que me tranquilizaba mientras la lancha aceleraba sobre el océano oscuro. Sentía cómo el frío del agua impregnaba el aire, ese olor a sal y humedad. Aquella expedición había sido mi idea, una decisión que ahora parecía tan equivocada como mortal. Siempre había sentido una extraña fascinación por lo desconocido, especialmente por el abismo del mar profundo, por esas áreas del océano que permanecen inexploradas, donde criaturas imposibles viven en la oscuridad eterna.
Mi obsesión me llevó a unirme a un grupo de investigación que exploraba las fosas más profundas del mundo, aquellas que apenas habían sido tocadas por la humanidad. El líder del proyecto, el Dr. Konrad, era una figura enigmática. Sabía mucho más de lo que contaba, y tenía una especie de relación perturbadora con el océano. Decía que el mar profundo era la "memoria de lo antiguo", como si hubiera algo vivo, una conciencia bajo el agua, que observaba a aquellos que se atrevieran a descender más allá de los límites humanos.
Llegamos al lugar donde iniciaríamos la inmersión. El océano, en calma aparente, ocultaba el verdadero horror de sus profundidades. En el fondo de una de las fosas más profundas, a unos 11,000 metros bajo la superficie, el equipo había registrado anomalías. Señales de algo que no podía ser explicado por ninguna forma de vida conocida. Eso fue lo que despertó mi curiosidad, lo que me arrastró a esta expedición maldita.
Nos sumergimos en el batiscafo, una cápsula pequeña y claustrofóbica que apenas nos permitía respirar con tranquilidad. Estaba sellado herméticamente, diseñado para soportar la inmensa presión de las profundidades. Sabía que una grieta, un fallo en el sistema, significaría la muerte instantánea. La cápsula descendería durante horas hasta la fosa, la zona abisal, el último rincón del planeta que los humanos aún no habían conquistado.
La oscuridad se hacía cada vez más profunda y absoluta. A través de la pequeña ventana solo se podía ver un negro insondable, interrumpido por ocasionales destellos de criaturas bioluminiscentes. Pero esas luces se volvían cada vez más raras a medida que descendíamos. En un momento dado, sentí que algo nos observaba. Era irracional, claro, pero no podía sacudirme esa sensación. Mis compañeros de la expedición, el Dr. Konrad y la investigadora principal, Sarah, permanecían en silencio, absortos en sus propios pensamientos.
Después de horas de descenso, llegamos al fondo. El sonar había captado una anomalía antes de aterrizar. El lugar estaba lleno de extrañas formaciones, estructuras rocosas que no parecían naturales. Parecían... trabajadas, como si manos invisibles las hubieran esculpido hace miles de años. Las luces del batiscafo iluminaron la vasta extensión. Algo en el ambiente no encajaba. Aquel fondo del océano era demasiado simétrico, como si fuera una construcción olvidada por el tiempo.
De repente, un temblor sacudió la cápsula. Un sonido gutural, profundo, retumbó en el agua, como si la misma Tierra hubiera hablado. Y lo que vi a través de la ventana me quitó el aliento.
Una silueta inmensa, mucho más grande que el batiscafo, se movía lentamente entre las sombras. Al principio, pensé que era una formación rocosa más, pero luego, sus extremidades comenzaron a moverse. No era una criatura que se pudiera identificar. No tenía ojos, ni boca, pero sentía su presencia, su voluntad. Era como si estuviera hecho de la misma oscuridad, como si fuera parte del abismo.
El Dr. Konrad activó los sistemas de emergencia, pero ya era tarde. Algo agarró la cápsula, como si unas extremidades invisibles la rodearan. El pánico llenó el aire. Sentí el miedo palpable de mis compañeros, y lo peor fue el susurro del Dr. Konrad.
—Nos ha estado esperando.
Desperté en un hospital. La luz blanca y brillante era un contraste violento con la oscuridad que había experimentado en el fondo del océano. No recordaba cómo había salido de allí, solo que, en algún punto, mi mente había sucumbido al miedo y me había desmayado.
El Dr. Konrad estaba a mi lado, observándome con una sonrisa extraña. Sentía una pesadez en el pecho, como si algo me faltara. Intenté hablar, pero mis palabras no salían con claridad. Mi visión era borrosa, como si la anestesia no hubiera desaparecido del todo. El cirujano entró, vestido con su bata blanca y sus guantes quirúrgicos, con una expresión inescrutable.
—Va a salir todo bien—, me dijo con voz tranquila. —Solo una pequeña intervención. Algo que necesitabas, algo que... te faltaba.
Sentí que algo no andaba bien. No tenía recuerdos de haber aceptado una operación, y mucho menos sabía qué tipo de intervención necesitaba. Pero antes de que pudiera cuestionarlo, la anestesia empezó a hacer efecto. Mis párpados pesaban como si estuvieran hechos de plomo, y mientras mi consciencia se desvanecía, el cirujano se inclinó hacia mí y susurró algo que congeló mi alma.
—Lo siento, pero eres compatible, y mi hija necesita un corazón nuevo. —Intenté gritar, pero la oscuridad se cerró sobre mí.
Cuando desperté de nuevo, sentí un dolor sordo en el pecho. Miré hacia abajo y vi una cicatriz fresca que recorría mi torso, como si me hubieran abierto y vuelto a coser apresuradamente. Mi corazón latía con dificultad, y mi respiración era superficial. Estaba sola en una habitación fría y desolada. La ventana daba al océano, y fuera, las olas se estrellaban contra las rocas en un ritmo hipnótico.
El Dr. Konrad entró en la habitación, su mirada distante y fría.
—Ha salido bien—, dijo, con una satisfacción malsana en su tono. —Has hecho un gran sacrificio.
Intenté incorporarme, pero sentía que mi cuerpo no me respondía. Mi corazón latía irregularmente, como si no perteneciera a mi cuerpo, como si algo extraño viviera en mi pecho.
—¿Qué me han hecho?—, pregunté con voz débil. Konrad me miró con una sonrisa extraña.
Editado: 19.12.2024