Último cuento.
El teléfono se me cayó de las manos cuando recibí un mensaje de mi amiga fallecida. Horrorizado, salí corriendo a la cocina, pero el cuerpo ya no estaba en la bolsa. Mi corazón latía frenéticamente, como si intentara escapar de mi pecho. El terror me envolvió, me congeló el cerebro, y me impidió pensar con claridad.
Habían pasado solo unas pocas horas desde que... hice lo que hice. Desde que maté a Daniela.
No fue premeditado. Fue una pelea, un arrebato de ira mezclado con años de resentimiento acumulado. Pero, ¿matarla? No había querido que terminara así. Al principio no supe qué hacer, el miedo me hizo improvisar. El frío cuerpo de Daniela descansaba en la bolsa de basura más gruesa que encontré, sellada con cinta adhesiva y oculta en el congelador de la cocina. Mi plan era deshacerme de él al caer la noche, cuando nadie pudiera verme. No era perfecto, pero con el pánico no había pensado en nada mejor.
Ahora, sin embargo, todo se había vuelto una pesadilla mayor de la que podía manejar. Un mensaje de texto desde su teléfono, que yo mismo había destruido, apareció en la pantalla del mío: "¿Por qué lo hiciste?". Esa simple pregunta me desmoronó. El cuerpo ya no estaba donde lo dejé. La idea de que alguien más estuviera en la casa, de que me estuvieran acechando, me hizo revisar cada rincón con manos temblorosas.
La cocina estaba desordenada. Las sillas, que recordaba haber dejado perfectamente alineadas en la mesa, ahora estaban esparcidas. La puerta del congelador seguía abierta, y un reguero de agua se extendía por el suelo, mezclándose con una sustancia oscura que no podía identificar en ese momento. Mis ojos volvieron a posarse en el móvil que yacía en el suelo, la pantalla todavía encendida con ese mensaje maldito. Respiré hondo, tratando de convencerme de que todo esto era solo el resultado de la culpa y el estrés. Quizá había dejado la puerta del congelador mal cerrada, y el cuerpo... se había deslizado. No podía haber otra explicación.
Con una sensación creciente de desesperación, decidí revisar la casa, comenzando por la planta baja. La sala estaba en penumbras, los muebles cubiertos de sombras alargadas por la tenue luz que se filtraba desde la ventana. El reloj de la pared marcaba las 2:45 de la madrugada. Cada segundo que pasaba parecía alargarse eternamente, mis nervios a punto de romperse con cada crujido de la madera bajo mis pies.
No había señales de Daniela, pero la inquietante sensación de que no estaba solo me seguía por toda la casa. Me obligué a bajar al sótano, donde guardaba herramientas y cajas viejas. Las escaleras crujieron de manera siniestra con cada paso, y el aire allí abajo olía a humedad y encierro. Al final de la escalera, encendí la luz, que parpadeó varias veces antes de estabilizarse. Todo parecía en orden, pero al avanzar, un charco de agua llamó mi atención.
Un rastro mojado se extendía desde el centro del sótano, donde una gran mancha oscura se esparcía por el suelo de cemento, como si algo se hubiera derretido o esparcido allí. No era agua. Esa sustancia era espesa y oscura, más parecida a sangre mezclada con algo más viscoso. El miedo me hacía pensar lo peor, pero al inclinarme para inspeccionar mejor, la luz comenzó a fallar nuevamente, arrojando sombras espesas sobre las paredes del sótano.
El móvil, que había traído conmigo por alguna razón que no podía explicar, vibró en mi bolsillo. Dudé en sacarlo, pero lo hice. Otro mensaje de Daniela.
"Estoy cerca".
Solté el teléfono. Cayó al suelo con un golpe seco, pero el eco pareció extenderse por todo el sótano. Un chillido bajo se hizo presente, apenas perceptible al principio, pero se fue intensificando hasta convertirse en un sonido agudo que reverberaba en mis oídos. Retrocedí hacia la escalera, con la piel erizada, mirando en todas direcciones, buscando de dónde provenía el ruido. Mis manos se aferraban al pasamanos, listas para subir corriendo, pero mis pies estaban paralizados. Algo estaba bajando las escaleras.
Primero vi las sombras moviéndose en la pared, como si una figura se acercara lentamente. Un pie, un tobillo, luego el otro. El cuerpo de Daniela apareció, descompuesto, pálido, hinchado, arrastrándose hacia mí. Su cara, aquella que alguna vez fue mi amiga, ahora estaba desfigurada, con la piel colgando y los ojos vidriosos, llenos de odio.
Quise correr, pero mis piernas no respondían. El miedo había tomado el control total de mi cuerpo. Daniela avanzaba, pero no caminaba; se deslizaba sobre la mancha negra en el suelo, como si formara parte de ella. Su boca, que apenas era una grieta deshecha, se abrió y un sonido gutural salió de su garganta. La luz del sótano falló por completo, sumiéndome en la oscuridad total.
Mi corazón martilleaba en mis oídos, casi tan fuerte como los susurros ininteligibles que parecían rodearme. Ya no era solo Daniela lo que sentía en la oscuridad. Había algo más. Algo peor. Algo que no debía haber sido despertado por lo que hice.
Me eché a correr. Tropecé, caí, me levanté. Subí las escaleras casi a gatas, y cuando finalmente llegué al primer piso, sentí un frío que parecía provenir de dentro de mí. Algo iba muy mal. Cerré la puerta del sótano de un portazo, casi con la ilusión de que eso detendría lo que fuera que hubiera abajo, pero en mi mente sabía que era inútil. Mi propia culpa y miedo habían abierto una puerta que nunca debí haber tocado.
El teléfono vibró de nuevo en mi bolsillo. No quería leer el siguiente mensaje. Pero sabía que lo haría.
"Ya estoy aquí".
Antes de que pudiera procesarlo, una mano fría, de dedos largos y huesudos, se cerró alrededor de mi cuello. Daniela estaba detrás de mí, o lo que quedaba de ella. Me arrastró hacia la oscuridad del pasillo. Grité, pataleé, traté de golpearla, pero era inútil. Su fuerza no pertenecía a este mundo. Sentí las paredes del pasillo empaparse de una humedad pegajosa, como si algo se descomponía alrededor de nosotros.
Editado: 19.12.2024