Voces en el cielo

4

Una de las cosas más terribles es llorar desconsoladamente de tristeza, o peor aún, ver a tu madre llorando por esta causa. Eso es lo que me pasaba; sentía tanta impotencia al verla ahí derramando lágrimas sin poder darle consuelo.

— ¡Está muerta! — Gritaba. — ¡Está muerta y no hay nada que podamos hacer!

— Te tienes que tranquilizar, por favor Vanesa — trataba de calmar mi padre, que se veía muy desesperado por la situación.

— ¿y cómo diablos esperas que me tranquilice, Esteban?! ¿Eh? - respondió mi madre. - ¿Qué no te das cuenta de lo grave qué es esto? ¡Mi hermana fue asesinada!

Me quedé helado al escuchar aquello. Un frío de temor me recorrió la espalda y el pecho, como si una serpiente de hielo se deslizara a su gusto por ella.

— Lo sé querida, pero debes ser fuerte, no hay nada que podamos hacer ya.

Su llanto hizo que mis lágrimas se derramaran también. Sentí muy horrible al verla así. Tan inconsolable, de rodillas aferrándose a su cama.

— Y luego este maldito sismo que nos dejó devastados — seguía diciendo entre lamentos — Dios sabe que nos lo merecemos.

— ¡Dios no tiene que ver en esto! — respondió papá un poco exaltado — debes dejar de meterlo en todos los problemas que nos acosan.

— ¿Acaso no lo ves? — continuó ella — nos está castigando, está furioso por alguna razón.

— Vane, creo que tienes que descansar un poco, debes recobrar energía para mañana. Tu hermana llegará temprano y debes estar lista para recibirla.

— Lo que queda de ella — dijo con una seriedad tan profunda que todo se tornó tenso.

Miró a papá de reojo y le extendió la mano. Él la tomó con suavidad y la ayudó a incorporarse, y después ambos caminaron con paciencia hasta su cuarto, que ahora estaba totalmente patas arriba. El polvo y residuos de lo que solía ser un techo perfecto estaban en la sábana blanca que cubría la cama. El ventilador había caído y había hecho una marca en el azulejo del suelo con sus aspas. Había polvo por doquier.

Me fui directo a la cocina y decidí prepararle un té de manzanilla para que se tranquilizara. No tenía idea de si ese funciona para estas cosas, pero de cualquier manera era lo único que teníamos en el momento. No había electricidad, por lo que utilicé la estufa, rogando porque no se hubiera arruinado también. Las últimas gotas de agua potable cayeron en la taza y apenas cubrían el sobre del té.

Mi hermano entró en ese instante a la cocina, con una cara de preocupación y nostalgia.

— ¿Por qué no hemos comprado un garrafón nuevo aún? — mi tono era un poco alarmante.

— Es que se ha acabado — dijo con la cabeza abajo— he ido a cada tienda que hay en al menos dos kilómetros a la redonda y no tienen. Al parecer las compañías de agua potable han dejado de surtir.

— ¿Acaso esos imbéciles creen que tratan con animales? — por poco se me cae el té en los pies.

— Eso mismo pienso yo, pero al parecer papá y mamá ni se han dado cuenta. El tinaco debe tener al menos una semana que no se llena, y la poca que queda no la estamos aprovechando bien.

Me lleno de culpa al recordar mi baño de hace dos horas. De haber sabido no lo habría hecho.

— Se lo diré a papá por la mañana, será mejor que tú descanses, pequeño. Debiste tener un día pesado.

— Un poco sí. Hasta mañana, hermano — me dice con una sonrisa.

— Hasta mañana.

Cuando llegué a la habitación de mis padres me acerqué a lado donde estaba acostada y le acaricié un poco su frente, quitándole un mechón de pelo negro que se mecía lindamente.

— ¿Ya estás mejor? — pregunté con un susurro.

— Si — respondió ella, un poco distraída.

— ¿Me quieres contar qué fue lo que pasó?

— Preferiría no hacerlo — me dijo volteando su cara.

—Está bien mamá, no te presionaré.

Solté su mano y me levanté con agilidad, tomé la charola donde portaba el té. Caminé lentamente hasta la puerta y estaba a punto de cerrarla, pero su suave voz me detuvo.

— Fueron ellos — susurró — Fueron esos sujetos con sus armas mundanas. Ellos lanzaron esa granada hacia ese lugar de perdición donde se encontraba tu tía —dijo, y sus lágrimas cayeron lentamente de nuevo. — Gabriela no tenía la culpa — Chilló con fuerza. — Jamás debió ir a París en busca de una mejor vida, ¡jamás!

De mi boca salió nada. Sólo asentí y cerré la puerta con delicadeza y me alejé lentamente hasta mi habitación.

Caí también sobre la almohada; no quería saber de nuevo del asunto durante un buen rato. Miré por la ventana de vidrio roto y noté un extraño color rojizo en el cielo, muy tarde ya para insinuar que era lo que restaba de la puesta del sol, y una locura creer que se acercaba el alba. Lo más extraño fue que no se notaba estrella alguna, ni la luna se dejaba ver. Era una extraña manta negra intensa tapizada de rojo, cubriendo la atmósfera, sentada sobre las nubes, durmiendo bajo los astros.

Los párpados me pesaban, y los sueños empezaban a salir de mi cabeza, agitados ruidos chocaban con mis tímpanos, era como si un gigantesco ejército se preparara para una guerra, un ejército que marchaba arriba, en esa manta siniestra. Mis ojos se cerraron una vez más.



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En el texto hay: romance, aventura, tercera guerra mundial

Editado: 01.06.2020

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