Noche uno.
Todos teníamos frío; estaba nevando levemente; el clima cambió drásticamente en tan sólo veinticuatro horas. Dos días antes hacía más calor que en primavera, y de repente parecía que era invierno. Era la segunda vez que nevaba aquí. Nadie se imaginó el porqué de esta situación.
Encendimos una fogata con la madera que conseguimos en el bosque; Julio era un excelente talador después de todo. Luis fue quien se encargó de hacer fricción con dos palos delgados para producir la chispa que nos salvaría de morir de una hipotermia; era por así decirlo el "cerebrito" del grupo. Nos costó dormir, pero era necesario hacerlo al menos unas seis horas. Todos nos turnamos para hacer guardia.
Edson decidió ser el primero en hacerlo, así que antes de ir a su respectivo árbol para vigilar me susurró: — ¿Crees que esto me hará parecer menos marica?
— No digas tonterías — le respondí — eres el más varonil de todos los presentes. — Entonces le hice un guiñé con el ojo derecho y le di unas cuantas palmaditas en el hombro.
— Eres genial.
— No más que tú.
El chico se fue, se puso su chamarra de piel que traía cuando decidimos escapar y se trepó tres metros en el pino verde cubierto de blanco.
La noche apenas comenzaba.
Me acomodé bajo un árbol alto y frondoso, junto a los demás, temblando de frío como ellos, pues no teníamos más que el calor de nuestros cuerpos y lo que la nieve dejó de la fogata para evitar congelarnos, en especial José, que parecería un gracioso cubo de hielo si eso hubiera pasado.
Tomé a Duque entre mis brazos, envuelto en la tela de mi suéter negro y lo abracé con fuerza, para no perder al miembro más tierno del grupo. Él me lamió un poco las manos, supuse que en señal de agradecimiento. Poco a poco me fui quedando dormido, teniendo sueños <<o premoniciones>> muy terribles.
Dos horas después de que cerré mis ojos la última vez, una mano me sacudió con fuerza por la espalda.
— Tu turno — me susurró la suave voz de mi mejor amigo.
— ¿Qué ... qué pasó? — Dije mientras me giraba para poder apreciar esos anteojos resbalarse sobre la mirada gris profunda.
— Es turno de que vigiles para que yo pueda dormir también un poco — dijo en voz baja.
— Vale — le respondí antes de soltar un bostezo y levantarme de la incómoda tierra.
— Gracias Matías — respondió con una ligera sonrisa mostrando sus blancos dientes bien alineados.
— Duerme, que yo estaré por allá en ese viejo árbol vigilando que ningún extranjero nos vuele los sesos.
Me giré sin saber si Edson respondió o no, sólo quería subir ya por las ramas de aquel enorme coloso y sentarme a contemplar el oscuro cielo salpicado de estrellas. Poco a poco eran eclipsadas por las nubes, que comenzaban a reunirse bajo ellas cubriendo su palpitante luz.
Me acomodé en una de las más perfectas ramas que hubiera podido encontrar, recargué mi dolorida espalda y mi cabeza al tronco central y mis pies se estiraron a sus anchas en la rama que me sostenía sentado como en una silla esperando a que mamá me trajera la sopa caliente que tanto me gustaba.
Puse las manos sobre mi cráneo por la parte de atrás haciendo ángulos obtusos. Diez, veinte, treinta minutos y nada más que el ruido relajante de los grillos y las cigarras que me acompañaban esa noche despiertos.
No pasó mucho tiempo antes de que un extraño sonido me pusiera los pelos de punta: trompetas.
No era un ruido normal en estos tiempos, aparte, ¿quién se delataría a los alemanes y ahora también probablemente los franceses tocando una tonta melodía con una tonta trompeta? Nadie.
Lo más extraño era que aquel horrible sonido no tenía punto de salida, parecía venir de arriba, del cielo. Tal vez sólo era mi imaginación, tal vez me estaba volviendo loco al pasar tantas horas sin televisión. Tal vez sólo fue un sueño que tuve al quedarme dormido por un instante, lo cual no creo porque, ¿quién se duerme por unos segundos y sueña algo tan ridículo? Así que me relajé tratando de concentrarme en lo que de verdad importaba, que era vigilar. Pero allí estaba de nuevo, el sonido era pegajoso y constante, era como cuando estas en la escuela entonando el himno nacional y alguien toca la trompeta con un tono celestial, ese tono que te cautiva y te hace sentir diminuto e indefenso, de alguna manera asustaba. Parecía una melodía triste, pero a la vez peligrosa. Tan profunda y lenta que hacía que los vellos de mi piel se retorcieran de nervios. De algún lejano lugar del bosque se escucharon aullidos de perros, que acompañaban sin cesar a aquella melodía. Sus aullidos eran tan siniestros que no pude evitar estremecimiento. Duque les siguió la corriente, no pude sellar su diminuto hocico antes de que lo hiciera.
Tercera vez, se escuchaban cada diez minutos, y me provocaban miedo.
<< ¡Tuuuuuuuuuuuuruuuuuruuuuuu! >> Era algo de la talla de ese sonido. Tan escalofriante que me provocaba náuseas.
El viento sopló los siguientes quince minutos, silbando y llevándose los restos de aquellas notas espeluznantes que escuché. Me preguntaba si alguno de mis compañeros lo habrá escuchado también. Flor, Luis, Julio, Edson, o Kelly, o si yo fui el único chiflado al que le pareció oírlo.
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Editado: 01.06.2020