Voces en el cielo

13

 

PARIS, FRANCIA; 12 DE OCTUBRE DEL 2029

PARA: ANÓNIMO

Nunca fui el típico chico popular que se paseaba por los confines del colegio, siempre tuve problemas para hablar con otras personas; mi timidez era mi punto débil. Tenía que mejorar en ese aspecto y rápido; no estaba preparado ni mental, ni físicamente para lo que venía. No pasaba ni siquiera en la más loca de mis ideas, en ningún momento. Siempre creí que sería todo tan aburrido como lo era a diario; sentarme acompañado de mi amiga la soledad en una de las mesas de la escuela mientras leía "El Quijote" con la cara escondida entre las páginas, viendo correr a los demás chicos tras el balón y a las chicas sonriendo cuando hablaban de galanes. Tenía un mal presentimiento ese fin de semana, los escalofríos eran constantes y en mi pecho había una opresión que casi me impedía ir al colegio.

 

Una noche todo cambió, todo se desplomó en un abrir y cerrar de ojos. Primero fue la bomba, esa fuerte detonación que nos destruyó los tímpanos a muchos, y bañó en sangre las calles. La torre Eiffel se vistió de luto esa noche y los países se tiñeron de los colores de mi bandera: Azul, blanco y rojo. Todos oraban por nosotros, todos tenían la vista puesta aquí. Perdí a dos familiares esa triste noche.

Era extraño ver correr alarmados a todos, ver como gritaban y lloraban, alimentando al pánico que se daba un festín con todos nosotros.

Mi padre fue uno de los caídos, aquel hombre alto y rechoncho que se ganaba la vida como seguridad en el bar; no tenía la culpa de nada, pero igual fue arrasado por los restos de metal, madera y piedra que se dispersaron ferozmente por el aire, el fuego lo consumió hasta los huesos. Daría lo que sea por poder verlo una vez más, sonriendo, llorando, abrazándome mientras me dice: "Pórtate bien, cuídate, porque hasta tu propia sombra te traiciona cuando el sol retira su luz."

 

La última vez que lo vi fue cuando yo llegaba de otro infernal día de escuela, él tenía su pantalón negro lleno de bolsas por todas partes, su chaleco cargado de armas que no conocía en ese momento, y su gorra cuadrada de siempre. Me dio un beso en la mejilla como sólo él solía hacerlo, a pesar de que a mí no me agradaba mucho eso; hoy lo extraño. Partió por la tarde mientras yo terminaba un aburrido proyecto para la clase de Arte, me volví hacia la puerta y él me hizo un último ademán con sus dedos de la mano izquierda, y luego la poca luz que quedaba afuera se lo tragó.

 

Esa misma noche nos llegó la triste noticia del atentado; mamá se desplomó al enterarse, su ánimo se redujo a cero, y sus ganas de vivir también. Sólo estaba acostada llorando los siguientes días, mientras yo sufría por la ausencia de mi padre y ahora también de mi madre.

La cosa no terminó ahí. Pensaba que el sufrimiento terminaba, pero apenas comenzaba:

El 29 de septiembre llegaron a mi casa unas personas del ejército y me tomaron por la fuerza, mamá no podía defenderme, apenas y sabía que estaba consciente. Me arrastraron por mi propia sala hasta la puerta de madera mientras yo me revolcaba abajo, luchando por quedarme allí, arañando el suelo y gritando como loco que me soltaran. Sentí el más doloroso golpe en la cabeza, hecho por un arma escuadra directo a mi cráneo. Las últimas palabras antes de perderme en aquel mundo borroso y blanco fueron estás:

<<Ahora vas a defender a tu país, bastardo.>>

 Y entonces todo se apagó.

 

Al final sus fuerzas me vencieron y terminé cediendo ante ellos. Mis lágrimas inundaron mis mejillas, y sabía que sería la última vez que vería a mi madre, acostada, moribunda, acabada por la tristeza, y ni siquiera se dio cuenta de que me fui. A partir de ese día fui el tonto huérfano para todos, aquel que perdió todo en un instante, y que ahora arruinaría su vida y la arriesgaría cada día y noche para poder salvar a su gente.

 

Los siguientes días fueron pesados, tristes y llenos de odio. Tenía que ver a otros chicos y hombres maduros desnudos en la ducha, con sus heridas punzantes y sus repulsivos cuerpos. Tenía que dormir a lado de alguno de ellos en un incómodo colchón lleno de bichos, soportando muchas noches los acosos y malos olores.

Cuando llegué al campo de batalla me di cuenta que nosotros no éramos suficientes, había más jóvenes que no rebasaban mi edad de 19 años. Había menores de 18, de eso estoy seguro. Los llevaban de otros lugares, de otros sitios donde también recibían humillaciones. Todos temblaban sabiendo que jamás regresarían a casa, sabiendo que iban a morir defendiendo a su patria.

 

No se molestaron en darnos entrenamiento militar, nos usaron como si fuéramos zánganos que iban a realizar el primer trabajo de su vida. Nos arrojaron a las garras de la muerte sin importar lo que sería de nosotros.

 



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En el texto hay: romance, aventura, tercera guerra mundial

Editado: 01.06.2020

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