Voces en el cielo

30

Él me dio la mano rápidamente, esperando mi respuesta, debí estar completamente "atolondrado", sin saber que estaba ocurriendo.

— ¡Vamos! — me gritó — ¡arriba Mat, tenemos que irnos!

Asentí sin estar seguro de lo que decía, le di la mano y me ayudó a incorporarme.

— Genial — dijo sonriendo — ya era hora de que despertaras.

 

Lo miré confundido, después giré la mirada hacia Flor, que yacía sentada en un pupitre viejo. A su lado estaba el buen Émile con los ojos hinchados y su dedo índice en los labios, mirándome sin decir nada.

Lagguemonos — dijo con seriedad.

Me aventó una pequeña bolsa blanca, estaba amarrada de manera muy tosca y lo que llevaba dentro era un objeto extraño que nunca antes había sentido.

Émile pasó a mi lado, su hombro chocó con el mío y el maldito dolor regresó. Él tenía un aspecto terrible, parecía que todo lo que había hecho fue llorar y llorar sin parar un momento.

Miré a Flor buscando una respuesta a lo que veía, pero ella sólo se encogió de hombros y me respondió con desánimos.

— Ha estado así desde que pasó lo de Abadie.

— ¿Cuánto tiempo he estado desmayado? — le pregunté.

— Alrededor de veinte minutos — respondió — pero justo antes de despertar tuviste un severo ataque de asma, o algo así, dejaste de respirar y Edson tuvo que salvarte la vida.

— De nuevo — respondí.

— Si, de nuevo — soltó Flor.

— Le debo mucho a ese cuatro ojos — dije, y una pequeña sonrisa se dibujó en mi cara.

Los dos empezamos a reír por primera vez en mucho tiempo, pero no duró mucho.

Émile abrió la puerta que nos mantenía alejados de la horrible realidad que había allá afuera.

Se tomó su tiempo antes de dar un paso, bajó la mirada por unos segundos, después suspiró profundamente, exhaló, abrió sus ojos hacia el oscuro mundo que estaba enfrente.

— Andando — dijo con voz firme.

Salió trotando con su arma francotirador pegada al pecho, se veía como todo un guerrero mientras iba llegando a la calle.

Edson y Flor me miraron, y con un simple gesto me dijeron todo. << Andando, Matías. >> El chico de ojos grises se ajustó sus botas y acomodó su chaqueta rota antes de salir detrás de Émile.

— Hay una guerra que ganar — dijo con seriedad.

Después de eso se perdió entre la densa niebla y oscuridad del exterior.

— Hora de la verdad, niño — dijo Flor, mirándome.

Se acercó con rapidez a mi rostro y me miró detenidamente con sus hermosos ojos verdes. Pude ver que se le llenaron de lágrimas, pero las retuvo como toda una gran guerrera.

— Por si esta es la última vez junto a ti — se le quebró la voz — quiero que sepas que eres la persona más valiente y maravillosa que he conocido.

Me acarició la mejilla y me besó como sólo ella lo sabía hacer. Tuve sentimientos encontrados. Sus labios se separaron de los míos y entonces vi que sonrió débilmente mientras bajaba la cabeza.

— Y tú — le susurré — eres la mujer que ha hecho que mi corazón se acelere, la más valiente también.

Asintió sonriendo y después se dio la media vuelta, fue hacia la puerta abierta y salió cojeando entre la oscuridad.

Me quedé sólo por unos instantes, meditando sobre lo que acababa de ver en sueños, y preguntándome qué tanta verdad había en todo.

— ¡Ya basta de estar huyendo siempre del destino! — grité. — Es hora de enfrentar la realidad.

Cerré los ojos con fuerza un momento, después los abrí, mirando detenidamente esa entrada que me separaba del cruel mundo oscuro iluminado por relámpagos.

— Pequeño — estaba sudando — hora de salir a enfrentar nuestros temores.

Duque me miró con ese brillo propio de él en los ojos. Chilló débilmente y después sacudió su pequeña cola con entusiasmo.

— Vamos, amigo.

Humano y perro, dos especies distintas, pero tan unidas. Salimos corriendo del lugar y nos recibió una profunda oscuridad, una alarma terrible sonando por todos lados, y el eco en los edificios cayendo era ensordecedor.

— ¡Por aquí! — le grité a Duque — ¡corre!

Él me siguió sin mirar atrás, sacando su pegajosa lengua rosa, y con esos enormes ojos como canicas mirándome.

Escuché tres disparos a unos metros de nosotros. Me detuve en seco y le puse la mano al perrito para que no prosiguiera. Escuché mi propia respiración y mi corazón latiendo a toda velocidad.

Me pegué a la pared de un edificio y cargué al perro en mis brazos.

— No hagas un ruido pequeño.

De nuevo; tres disparos, muy cerca de donde estábamos. <<No puedo con esto>> El miedo se apoderó de mí.

En un lejano edificio respondió alguien con disparos también.




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