Una melodía cruel resonaba en mis oídos, cual orquesta nacida de las sirenas de los vehículos policiales que rodeaban la escena. En la oscuridad de la noche, las balizas formaban un cuadro nocturno iluminado por luz azul, desde donde las sombras parecían cobrar vida propia. Una vida que me atemorizaba. Su camisa, empapada y llena de barro, estaba a tan sólo unos metros de mí, inalcanzable tras una barrera de policías que me impedía el paso. A lo lejos, escuchaba el llanto de su madre, ahogado entre los brazos de su esposo. Con cada segundo que pasaba, mayores eran las posibilidades de perderle.
Si es que no lo habíamos hecho ya, musitó una voz muy similar a la mía en el interior de mi mente. La callé de inmediato. No podía ser y me negaba siquiera a aceptar la idea de pensar en aquella posibilidad.
No me percaté de las lágrimas escurridizas que caían por mis mejillas hasta que sentí el pulgar de mi madre secándomelas. Alrededor de nosotras, una docena de medios de comunicación diferentes hacían un esfuerzo inhumano por obtener las mejores tomas de Clara llorando, mientras Mateo, su esposo, le acariciaba la espalda con la mirada vacía en el bosque que se extendía más allá. Era como si estuviese buscándole entre las sombras, a la espera de que pudiese aparecer en cualquier momento.
Un empujón brusco arremetió contra mi hombro izquierdo haciéndome perder el equilibrio. Antes de siquiera pensar en quejarme, miré hacia mi costado sin encontrarme con nada en absoluto. Fue como si un viento feroz hubiese adquirido la consistencia suficiente para poder moverme de un empujón, como una masa.
— ¡Clara! ¡Por aquí! ¡Responde unas preguntas, por favor!
—¡Por aquí el noticiero local, Clara!
Ella levantó la vista y les observó por un segundo antes de negar con la cabeza, con sus ojos inyectados en sangre a causa del llanto, y volvió a ignorarles. Veía en sus ojos cristalinos y sus labios fruncidos la incomodidad y dolor que sentía. Los periodistas me parecían seres sin corazón. Como parásitos en busca de algo que contaminar y enfermar.
— ¿¡Crees que Elías está muerto, Clara!? — Mateo la soltó con cuidado, pero con firmeza, y se acercó al periodista con las cejas fruncidas y una mueca de molestia. Realmente eran unos insensibles. Antes de que se acercase lo suficiente como para asestarle un puñetazo, Clara tomó su brazo y se acercó al periodista, quien les observaba con los ojos bien abiertos, llenos de pánico y arrepentimiento.
Ojalá fueses tú y no Elías, pensé.
— No puedo creer que disfrutes de preguntar cosas así en una situación tan dolorosa. — La voz de Clara, cargada de tristeza, resonó con fuerza a través de la multitud, que se mantenía en silencio. —Espero que después de esto jamás te consideren un buen periodista, porque no eres más que una mierda. — Antes de que el periodista pudiese replicar algo para defenderse, Clara dio media vuelta y se alejó junto a un Mateo que miraba receloso hacia los paparazzi. Se alejaron y ocultaron entre las sombras de los árboles, mientras policías y peritos vestidos de blanco de pies a cabeza, con sus típicos tybek de bioseguridad, buscaban cualquier indicio que los pudiese llevar hasta Elías.
No había sangre.
No había pisadas.
No había más que la prenda de Elías, una que solía usar cada vez que se sentía de ánimos, porque decía que le daba cierto atractivo y presencia. ¿Cómo, entonces, iba a atentar contra sí mismo si se sentía tan bien como para usarla?
No lograba comprenderlo.
Así como tampoco lograba entender esa sensación de sentirme observada, cuando claramente yo no era el foco de atención. Miré hacia mis costados, buscando aquellos ojos curiosos que podían estar mirándome, pero no los encontré. Sencillamente, no existían. Quizá la falta de sueño y las malas sensaciones que había estado teniendo a lo largo de esos tres días infernales me estaban jugando una mala pasada.
— Elyana, creo que es hora de irnos. Por favor. — La voz de mi madre taladró mis pensamientos, sacándome del trance en que me encontraba. Una vez más se transformaba en mi ancla a la realidad. La observé con quietud, esperando a que siguiera hablando. — Se hace tarde. Mañana debes ir a clases.
— ¿Es en serio, mamá? ¿Tú crees que tengo cabeza siquiera para tomar un boli? ¡Pues no! — Susurré con fuerza, buscando que me entendiera y nadie más me escuchase. — Vete a casa, pero déjame quedarme junto a sus padres, por favor. Prometo que no volveré más allá de las diez.
— ¿En qué pretendes volver, Elyana?
— Puedo caminar. Prometo que estaré bien. — Prácticamente rogué. — O pediré un uber, sí, eso haré. Así no molestaré a Clara ni Mateo, y llegaré más rápido. Prometo que llegaré a casa a las diez.
Ella me miró indecisa, cuestionando la decisión que estaba a punto de tomar. Ella confiaba en mí, y no había motivos para creer que alguien peligroso acechaba en Puerto Coral. No, cuando sólo existían suicidios en el lugar. Quizá fuesen los días nublados, la lluvia intensa y el frío que calaba en los huesos, que hacía que las mentes se entristecieran al máximo y más que en cualquier otro pueblo o ciudad del país. No había criminales aquí, no como aquellos que observaban a muchachitas desde la oscuridad.
Pese a ello, sabía que Elías no se suicidaría jamás y que algo más ocurría. Pero no iba a decírselo a mi madre. No, cuando lo que más necesitaba era que me diera esa chance de libertad para averiguarlo.
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Editado: 19.06.2025