Ezra Vólkov tenía una rutina inquebrantable: café negro a las siete, informes a las ocho, insultos a los incompetentes el resto del día. Nada lo sacaba de su eje. Nada.
Hasta esa maldita pastelería.
—Te lo juro, jefe, vendí mi alma por ese cheesecake de caramelo —dijo el agente Torres mientras llenaba un informe—. ¿Y sabe qué es lo mejor? Ella no habla, pero igual entiende todo. Es rápida, como si leyera la mente.
—¿Y eso qué tiene de bueno? —escupió Ezra sin levantar la vista de su escritorio—. Seguro también cocina con flores. Y pone nombres ridículos como “besos de nube” o alguna mierda así.
—…Se llaman así, en realidad.
Ezra chasqueó la lengua con desdén. Otro más.
Ese mediodía, como si una fuerza absurda se burlara de él, el sol entraba directo por la ventana de su oficina. Y con el sol… la imagen de ella.
La chica de la pastelería.
Había algo hipnótico en cómo movía las manos, como si tejiera magia en el aire. Mezclaba, decoraba, servía café, todo con una gracia sencilla que irritaba a Ezra más de lo que le gustaba admitir.
La observó apenas unos segundos. Ni un minuto.
Y eso bastó.
Ella levantó la mirada. Directo hacia él. No sonrió. No se sorprendió. Sólo lo miró. Y siguió con lo suyo.
Ezra parpadeó. Apartó la vista bruscamente.
—Qué raro —murmuró.
No estaba acostumbrado a ser visto de esa manera. No con lástima. No con miedo. Con… calma.
Horas después, volvió a verla. No quería, pero sus ojos se iban solos. Como una costumbre nueva, molesta. Había niños sentados en las mesitas de afuera. Ancianas que se reían con tazas de té. Alina —aunque él aún no sabía su nombre— les servía con la misma paciencia a todos.
Todos la amaban.
Y eso, por alguna razón, le quemaba el pecho.
—¿Por qué no vas tú mismo si tanto te molesta? —le soltó su compañera del turno nocturno, entre papeles y olor a desinfectante.
—¿Ir a qué? ¿A ver vitrinas de galletas? No me jodas.
—Entonces deja de mirar.
Ezra no respondió. Guardó silencio. Encendió un cigarrillo a escondidas junto al ventanal.
Del otro lado, ella decoraba un pastel con crema color lavanda.
Y aunque no podía escucharlo, él murmuró en voz baja, sólo para sí:
—¿Quién diablos eres tú?