Alina terminaba su jornada cuando lo volvió a ver.
Siempre era igual: él detrás del vidrio opaco de la comisaría, casi invisible, como una sombra larga que no se iba ni con el sol. La mayoría ni lo notaba, pero ella sí. Desde el primer día.
Había algo en ese hombre: el porte recto, la tensión en la mandíbula, la forma en que sus ojos oscuros la miraban como si no quisiera mirarla. Como si cada vez que lo hacía, se peleara consigo mismo.
Eso le causaba una extraña intriga.
Y Alina era curiosa por naturaleza.
Esa noche, mientras lavaba las bandejas y la radio vibraba con música que ella no podía escuchar, su mente trabajaba en algo que no necesitaba palabras: un pastel.
Uno pequeño.
Sencillo.
De chocolate oscuro con corazón de caramelo salado y nueces confitadas. Nada de flores. Nada de colores brillantes. Sólo sabor fuerte, amargo y dulce a la vez. Como él, pensó con una sonrisa leve.
Tomó una pequeña caja blanca, limpió las manos con cuidado y escribió con su caligrafía firme, en una tarjetita de cartón suave:
“No necesitas sonreír para que algo te sepa bien. –A”
Lo dejó sobre la repisa de la ventana, justo al borde. A la vista de todos… pero sólo con él en mente.
Ezra no lo vio hasta la madrugada, cuando salió a fumar bajo la lluvia ligera. El letrero apagado de “Luna de Azúcar” brillaba apenas con la luz de la farola.
Y ahí estaba. La caja. Sola. Como si lo esperara.
Miró a ambos lados. Nadie. Caminó hasta ella con recelo, como quien se acerca a una trampa.
Leyó la nota. No supo qué sentir.
—No necesito nada de ti —murmuró, apretando la tarjeta entre los dedos.
Pero no tiró el pastel. Tampoco lo comió. Lo llevó consigo. Lo guardó en un cajón del escritorio.
Y en su mente, por primera vez en mucho tiempo, hubo algo que no eran gritos, sangre o silencios.
Fue sólo el eco de una letra dibujada en papel.
A.