voces que no se oyen

Capítulo 12: La mentira del control

Ezra caminaba con paso firme, pero su mente estaba lejos. Esa mañana, la comisaría se sentía más pesada que nunca. La rutina que siempre había mantenido, esa coraza de frialdad, estaba comenzando a resquebrajarse, y lo peor de todo era que no sabía cómo detenerlo.

Alina, la mujer que no hablaba, pero cuya presencia llenaba el espacio con más palabras de las que él podía manejar, seguía invadiendo sus pensamientos. No era solo la pastelería, ni siquiera sus postres, aunque esos también jugaban su parte en la locura que comenzaba a gestarse dentro de él. Era el vacío que sentía cuando no la veía, el ansía inexplicable por verla una vez más, por sentir la tensión que existía entre ellos.

“Es solo una mujer más,” se repetía a sí mismo. “Solo una mujer.”

Pero en el fondo sabía que no era así. No podía dejar de pensar en los gestos que ella hacía, en cómo parecía comprenderlo sin que él tuviera que decir una palabra. La forma en que sus ojos lo miraban, la manera en que su mano se movía con fluidez, era como si todo lo que él pensaba estuviera siendo desnudado por su mirada. Y eso lo aterraba.

Cuando el turno terminó esa tarde, Ezra se encontró, una vez más, frente a la pastelería. Había pasado por allí muchas veces en los últimos días, siempre con alguna excusa absurda: revisar la seguridad, asegurarse de que todo estuviera en orden. Pero no lo hacía por eso. Lo sabía. Lo sentía en lo más profundo de su ser.

Su respiración se volvió un poco más pesada mientras caminaba hacia la puerta de la pastelería. No había nadie afuera, pero la luz suave que se filtraba desde el interior lo atraía. Como un imán, empujó la puerta sin pensarlo.

Alina lo vio al instante, y como siempre, no dijo nada. Simplemente, su mirada fue suficiente para llenar el vacío. Era como si hubiera aprendido a leerlo sin palabras, como si conociera todo de él sin necesitar preguntar.

Ezra se sintió incómodo al principio, como si estuviera en un terreno peligroso del que no podía escapar. Alina lo saludó con una ligera sonrisa, pero no escribió nada en la pizarra esta vez. Solo lo miraba, esperando a que fuera él quien dijera algo.

—No vine por los postres —musitó de repente, más para sí mismo que para ella.

Alina lo observó un momento más, luego escribió en la pizarra:

“Entonces, ¿por qué viniste?”

La pregunta lo detuvo en seco. Ezra no estaba acostumbrado a que alguien lo desafiara tan abiertamente. Siempre tenía el control. Siempre se mantenía distante. Pero aquí, frente a ella, parecía no saber cómo manejarse.

La respuesta de su boca fue casi automática.

—No lo sé. Tal vez para… hablar.

Se sintió ridículo en el momento en que las palabras salieron de su boca. ¿Hablar? ¿Con ella? ¿Sobre qué?

Alina levantó una ceja, claramente sorprendida por su respuesta, pero no dijo nada. En cambio, escribió:

“No necesitas hablar. Sólo estar.”

Ezra se quedó mirando la pizarra, sintiendo una extraña punzada en el pecho. No necesitaba hablar. Solo estar. Esas palabras lo hicieron sentirse vulnerable, como si todo el peso de su ser estuviera siendo expuesto sin que él pudiera evitarlo.

De alguna manera, esa simple frase le hizo darse cuenta de algo: no podía controlar lo que sentía por ella. Alina lo había desarmado con su presencia, sin esfuerzo, sin siquiera intentarlo.

Esa noche, en su departamento, Ezra intentó desconectarse de todo. Se sentó frente a su escritorio, con los ojos fijos en el montón de papeles que tenía que revisar. Pero algo seguía revoloteando en su mente. La imagen de Alina, su sonrisa tranquila, su silencio.

No podía dejar de pensar en ella, en su mirada que parecía penetrarlo. Había algo en ese silencio, algo profundo que lo desbordaba. ¿Por qué una mujer que no podía hablar tenía tanto poder sobre él?

Se levantó de repente, incapaz de quedarse sentado más tiempo. Caminó hacia la ventana, mirando la ciudad desde lo alto. La calle que llevaba a la pastelería estaba tranquila esa noche, pero él sabía que, de alguna manera, su mundo ya no lo era.

¿Por qué había venido?

La pregunta volvió a rondar en su cabeza. Se había dicho a sí mismo que lo hacía por “protocolo de seguridad”, que estaba allí solo para asegurarse de que todo estuviera en orden. Pero, en el fondo, sabía que la verdadera razón era mucho más compleja.

Estaba aterrorizado. No quería aceptar que algo tan simple como la presencia de Alina lo hacía sentirse más vivo que nunca. Y al mismo tiempo, más vulnerable.

A la mañana siguiente, Ezra decidió ir de nuevo a la pastelería. No sabía por qué, pero sintió que no podía quedarse con esta duda mucho más tiempo. No quería más excusas. Si iba a seguir de esta forma, si iba a dejar que ese extraño sentimiento lo invadiera, entonces debía enfrentar lo que realmente estaba sucediendo.

Cuando entró, Alina estaba sola nuevamente, con las manos moviéndose entre las bandejas de pasteles como si nada. Era ella, en su pequeño mundo, tranquila, serena. Y Ezra, que siempre había tenido todo bajo control, se sintió más perdido que nunca.

Alina levantó la mirada y, al ver a Ezra, simplemente le ofreció un gesto con la mano, como invitándolo a acercarse. Pero esta vez no escribió nada en la pizarra. Solo lo miró, esperando.

Él dio un paso hacia ella, sintiendo el peso del silencio entre ellos.

—¿Sabes lo que pasa conmigo? —preguntó, más para él que para ella, pero Alina lo escuchó, como si supiera exactamente lo que necesitaba decir.

Ella le dedicó una sonrisa pequeña y, sin escribir nada, le ofreció una taza de café, el silencio siendo la respuesta más elocuente de todas.

Ezra lo miró por un momento. ¿Podía decirle todo lo que sentía? ¿O seguiría escondiéndose detrás de sus excusas?

Tomó la taza y, sin saber por qué, se quedó allí, solo estando.




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