El turno de la tarde había sido particularmente largo. Ezra, de pie junto a la ventana de la comisaría, no dejaba de mirar hacia el frente. A la pastelería.
Ella estaba ahí, como siempre, organizando cajas, limpiando vitrinas, regalando sonrisas silenciosas a cada cliente. Pero esa tarde… había algo extraño en su manera de moverse. Más tensa. Más alerta.
Ezra entornó los ojos.
—¿Todo bien, sargento? —preguntó Miller, desde su escritorio.
Ezra no respondió.
Había algo en la entrada de la pastelería. Una caja pequeña, blanca, envuelta con un lazo rojo. Y al lado, una flor. Una rosa. Una sola. Perfectamente colocada.
Ezra frunció el ceño.
No era de su estilo meterse en cosas que no le incumbían, pero algo no le gustó. En absoluto.
Cuando cruzó la calle y entró al local, Alina alzó la vista, sorprendida. Estaba sola. Ya era tarde. El último cliente se había ido hace un rato.
—¿Quién dejó eso? —preguntó él, señalando la caja.
Ella hizo un gesto con los hombros, como diciendo “No lo sé”.
Ezra se acercó, abrió la caja sin pedir permiso. Dentro había una pequeña figura de porcelana: un pastelito en miniatura con una nota a mano. El papel estaba perfumado, doblado con precisión. Lo abrió.
"Tan dulce como tus manos. Tan perfecta como tu silencio. Adivina quién te mira cada noche."
Ezra apretó la nota con fuerza.
—¿Cuántas veces han dejado cosas así?
Alina dudó… luego sacó una cajita de metal debajo del mostrador. La abrió. Dentro, había al menos cinco papeles más, todos escritos a mano. Algunos con poemas cursis. Otros… más inquietantes.
Uno decía:
"No hables. Solo escucha. A veces los silencios dicen mucho más de lo que imaginas."
Otro:
"Pronto te conoceré más de cerca. Estoy tan cerca… tan cerca como tu sombra."
Ezra sintió cómo le ardía el pecho.
—¿Por qué no me dijiste nada?
Alina escribió con rapidez en su libreta:
“No quería causar problemas. Pensé que era alguien con mal gusto. Ya iban a parar.”
—Esto no es mal gusto, Alina. Esto es un acosador. Esto es una amenaza.
Ella se tensó.
—Desde ahora, no salgas sola —ordenó él, su tono más áspero de lo normal—. Quiero que cierres temprano. Que me esperes si tenés que volver a casa. ¿Entendiste?
Ella negó con la cabeza con fuerza, escribió de nuevo:
“No soy una niña. No necesito que me cuides.”
Ezra se inclinó hacia ella, los ojos oscuros, intensos.
—No es por si necesitás. Es porque quiero.
La frase quedó suspendida en el aire.
Por un segundo, sus respiraciones fueron lo único que llenó el silencio del local. Y entonces… Alina escribió otra frase:
“¿Y desde cuándo querés eso?”
Ezra desvió la mirada.
—Desde que me di cuenta de que no puedo dejar de mirar por esa maldita ventana.