voces que no se oyen

Capítulo 19: El cruce

Era casi medianoche.

La lluvia caía fina, como un susurro constante sobre el pavimento. Las luces de la calle titilaban, y la ciudad dormía con una inquietud sorda.

Ezra iba con la chaqueta empapada, su gorra de la policía metida hasta las cejas. Había recibido un dato anónimo: alguien vio a un hombre merodeando por la parte trasera de una panadería cerrada.

La dirección era exacta.

La panadería de Alina.

Ezra apretó el paso, el corazón latiéndole más rápido de lo normal. No estaba armado. Había salido a investigar por cuenta propia, en silencio, sin avisar. No sabía por qué… pero había algo en esto que le carcomía el estómago.

Cruzó el callejón que daba a la parte trasera del local. Y ahí lo vio.

Una silueta masculina. Flaca. Con una gorra. Revisaba algo junto al basurero, con movimientos nerviosos.

Ezra se acercó rápido, sin ruido, la mano ya preparada.

—¡Alto ahí!

El hombre se sobresaltó y echó a correr.

Ezra fue tras él.

Ambos giraron por la esquina, pisando los charcos, hasta que el desconocido dobló hacia una pequeña plaza oscura.

Y ahí, justo en medio del camino…
Estaba Alina.
Con un cuaderno en la mano, empapada por la lluvia, los ojos bien abiertos.

—¡¿Qué demonios hacés acá?! —gritó Ezra, sin frenar del todo.

La figura que huía tropezó al verla. Alina también se sobresaltó, pero no se movió. El hombre se tambaleó, su gorra cayó… y por fin vieron su rostro. El mismo rostro de las cámaras. El que aparecía siempre en los días de los regalos.
Raúl Méndez.

Ezra lo embistió, lo tiró al suelo.

—¡No te muevas, hijo de puta! —gruñó mientras lo inmovilizaba.

Raúl gritaba:

—¡No hice nada! ¡No hice nada! ¡Ella me sonreía! ¡Me sonreía!

Alina se cubrió la boca. Sentía la náusea subirle por la garganta.

Ezra lo esposó con furia, los dientes apretados.

—¿Eso te da derecho a acosarla? ¿A dejarle notas como un enfermo?

Raúl lo miró, agitado.

—¡Ella me miraba! ¡Me esperaba! ¡Sabía que iba a volver!

Ezra lo habría golpeado de no ser por el grito de una mujer que pasaba cerca y llamó la atención. En su lugar, lo empujó contra una pared con violencia y lo mantuvo ahí hasta que llegaron refuerzos.

Minutos después, bajo un árbol que apenas los cubría de la lluvia, Ezra y Alina se miraron en silencio. Él, empapado, con el pecho aún agitado por la adrenalina. Ella, con las manos temblorosas, sosteniendo el cuaderno mojado.

Ezra bajó la mirada.

—¿Lo seguiste?

Ella asintió, casi con vergüenza.

—¿Estás loca? —preguntó, sin levantar la voz, pero con un tono grave.

Ella negó. Escribió:

“Tenía que hacerlo. No iba a quedarme quieta.”

Ezra se pasó una mano por el rostro mojado, suspirando.

—Te juro que me estás volviendo loco.

Ella sonrió. Por primera vez en días.

Él la miró. Ese gesto. Esa maldita sonrisa muda que aparecía en los momentos menos oportunos.
Y que, aún así…
Le devolvía el aliento.




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