La lluvia había cesado.
Era casi la una de la madrugada, y Alina caminaba al lado de Ezra por la acera, envuelta en una chaqueta que él le había prestado —y que, por supuesto, refunfuñó mientras lo hacía.
No se hablaban. Pero tampoco hacía falta.
Él tenía los hombros tensos, los puños dentro de los bolsillos, la mandíbula apretada. Alina lo notaba. Sabía que estaba molesto… y no solo por lo de Raúl.
Cuando llegaron a la puerta de su edificio, ella sacó sus llaves con lentitud. Antes de abrir, escribió en su cuaderno:
“Gracias por venir.”
Ezra chasqueó la lengua.
—No vengas con eso ahora.
Ella lo miró, tranquila. Sin miedo. Esos ojos suyos tenían una forma extraña de desarmarlo.
—¿En qué demonios estabas pensando, Alina? ¿Seguir sola a un acosador? ¿Meterte en una librería a buscar pistas? ¿Quedarte en medio de una maldita plaza, como si no tuvieras idea del peligro?
Ella escribió otra frase:
“Tenía miedo. Pero más miedo me daba quedarme quieta.”
Ezra resopló, girando la cabeza como si intentara calmarse.
—¿Sabés lo que sentí cuando vi que estabas ahí? Podía haberte hecho daño. Podía haberte—
Se interrumpió.
Se acercó. Un paso. Solo uno.
—No me importa si podés pelear sola, si sos valiente o lista. Lo sos. Ya lo sé. Pero no tenés que hacerlo todo sola.
Alina lo miró.
Su respiración era leve. Los ojos grandes. No respondió enseguida. Pero luego levantó la mano, despacio, y le tocó el rostro… justo sobre la cicatriz que él siempre evitaba que vieran.
Ezra se tensó. Un segundo.
Y luego, no se movió.
Alina no lo hacía para herirlo. Ni para tocar por tocar. Era una caricia muda. Una pregunta. Un permiso. Una rendija abierta en una puerta que ambos habían mantenido cerrada por mucho tiempo.
Él tragó saliva.
—No sabés lo que hacés cuando me mirás así —murmuró, ronco.
Ella escribió en su cuaderno, sin apartar la mirada:
“¿Y qué hago?”
Ezra se inclinó un poco. No lo suficiente. Solo lo justo.
—Me hacés querer romper cada jodida barrera que me puse.
El silencio entre ellos era espeso. Cargado.
Ella, con su cuaderno en la mano. Él, con el corazón latiéndole como una alarma.
Cerca. Demasiado cerca.
Pero sin cruzar.
Y entonces…
Alina se inclinó.
No para besarlo.
Sino para apoyarse contra su pecho, en un abrazo inesperado. Su forma de decirle "yo también quiero bajar mis defensas."
Ezra levantó los brazos, titubeante… y luego la abrazó. Con torpeza. Con fuerza.
Como quien encuentra algo que no sabía que necesitaba.