Ezra no dio más explicaciones. Tomó a Alina de la mano y la guió hacia la trastienda, moviéndose como si conociera cada rincón. Porque lo hacía. Había estado ahí muchas veces, en silencio, observando sin que ella se diera cuenta.
Y ahora… estaba agradecido por cada detalle que había memorizado.
—¿Tenés algo en la parte de atrás? ¿Una salida de emergencia?
Alina asintió con rapidez y fue hacia una pequeña despensa. Había una trampilla que daba al callejón trasero, escondida bajo una alfombra.
Ezra la levantó y revisó antes de dejarla bajar.
—Vamos. Rápido.
Ella obedeció sin dudar, aunque su respiración era agitada.
Ezra bajó tras ella y cerró la trampilla justo a tiempo.
Apenas unos segundos después, se escuchó un fuerte golpe arriba.
Alguien había entrado a la pastelería.
Ezra la empujó con cuidado por el angosto pasadizo que daba a una salida lateral del callejón. Estaba oscuro y húmedo, con olor a metal oxidado y harina derramada.
Cuando llegaron al otro extremo, Alina sacó el móvil y escribió rápido:
“¿Quiénes son? ¿Qué quieren conmigo?”
Ezra leyó la pantalla iluminada por la tenue luz de un poste.
—No es con vos… Es conmigo. Pero ahora sos parte. Y eso cambia todo.
Antes de que ella pudiera escribir algo más, un sonido metálico hizo que ambos giraran.
Un coche negro giró por la calle. Sin placas.
Ezra la empujó detrás de un contenedor, con el cuerpo protegiéndola por completo. Sus ojos escaneaban el entorno, cada sombra, cada esquina.
—Tenemos que llegar a la estación. No es seguro, pero al menos tengo armas ahí. Y cámaras. Ellos no atacan sin saber bien el terreno.
Alina asintió. Estaba temblando, pero sus ojos eran firmes.
Ezra la miró. No como a una víctima. No como a alguien frágil.
Sino como a alguien que sabía aguantar el miedo de frente.
—Después de esto, no vas a poder volver a tu rutina. A tu pastelería. A nada de lo que era antes.
Ella no apartó la mirada.
Y escribió despacio, segura:
“Mi vida ya cambió desde que te conocí.”
Ezra sintió un nudo en el pecho.
No supo qué responder. No tenía cómo.
Así que se limitó a apretar su mano y correr.
La ciudad parecía dormida, pero en las sombras, algo los vigilaba.
Un hombre, de pie sobre un techo cercano, miraba la escena con binoculares.
En sus labios, una sonrisa torcida.
—Te encontré, Ezra —susurró—. Esta vez no vas a escapar.