voces que no se oyen

Capítulo 31: Desaparecida

El reloj marcaba casi las tres de la tarde cuando la luz del sol atravesó la ventana del pequeño y acogedor local de la pastelería. Sin embargo, la calle frente a la comisaría estaba extrañamente vacía. No había gente paseando ni el aroma a dulces flotando en el aire como siempre. Todo estaba en silencio. Y eso, para Ezra, era una señal. Algo no estaba bien.

Desde la mañana, la pastelería de Alina había estado cerrada, lo que era completamente fuera de lo común. La tienda estaba siempre abierta a primera hora, con su ventana llena de deliciosos pasteles y cupcakes decorados con colores vibrantes. Era un lugar que, incluso los oficiales más fríos de la comisaría, no podían evitar visitar. Pero hoy, todo estaba en quietud.

Ezra se encontraba en su oficina, mirando hacia la calle a través de la ventana, frunciendo el ceño. No podía dejar de sentir que algo andaba mal. Alina nunca dejaba de lado su negocio. Nunca. A menos que algo realmente grave estuviera sucediendo.

“¿Dónde está ella?” murmuró para sí mismo, su instinto ya alertado.

Sin pensarlo dos veces, se levantó de su silla y salió rápidamente hacia la calle. Sus pasos resonaban con fuerza mientras atravesaba la entrada de la comisaría. El sol estaba en su cenit, pero Ezra no lo notaba, su mente solo pensaba en una cosa: Alina.

Se acercó a la pastelería y, al ver las luces apagadas y las cortinas cerradas, sintió que el pánico comenzaba a crecer en su pecho. Golpeó la puerta con el puño, golpe tras golpe, pero no obtuvo respuesta. Miró a su alrededor, buscando alguna señal, algo que le indicara dónde estaba.

La última vez que la vio, ella estaba bien. No había indicios de que alguien pudiera querer hacerle daño. O al menos, eso pensaba él.

En otro lugar, muy lejos de la comisaría, Alina estaba atada a una silla.

El lugar era oscuro, apenas iluminado por una tenue luz que colaba desde una rendija en la puerta. Alina sentía un dolor punzante en la cabeza, la sangre en su rostro había secado parcialmente, y su cuerpo estaba dolorido, aún resentido de los golpes recibidos. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero el miedo la mantenía alerta.

Raúl y Marcos se habían encargado de ella, se habían asegurado de que no pudiera escapar. La silla donde estaba atada era incómoda, pero lo peor de todo era la sensación de impotencia, de no poder gritar, de no poder hacer nada para defenderse. Aunque su cuerpo estaba débil y las heridas comenzaban a dolerle más, su mente seguía activa. No iba a dejarse vencer.

Escuchó los pasos de alguien acercándose. Se tensó, sus ojos buscando desesperadamente una salida, pero no la había. La puerta se abrió con un crujido, y la figura de Raúl apareció en el umbral, seguido por Marcos.

“¿Creías que podrías escapar de nosotros tan fácilmente, Alina?” dijo Raúl con voz burlona, acercándose a ella.

Alina levantó la cabeza, intentando mostrar firmeza. No le importaba lo que hicieran, no les daría el gusto de verla quebrarse. Ella no iba a ceder tan fácilmente.

Raúl se agachó frente a ella, su rostro a solo unos centímetros del suyo. “Te creías muy lista, ¿verdad? Pensaste que podrías esconderte detrás de esa fachada, detrás de esos malditos pasteles. Pero ahora todo esto se acabó. No te vas a escapar.”

Marcos estaba detrás de él, con los brazos cruzados, observando todo con una sonrisa de satisfacción.

Alina, con una mirada desafiante, intentó ignorarlos, pero Raúl no iba a dejar que se saliera con la suya. Se levantó y le dio un golpe en el rostro, más por diversión que por necesidad. La chica se sacudió, pero no dejó que las lágrimas salieran. Ella ya había aprendido a resistir.

“Sabes,” Raúl continuó, “aunque no puedo soportar ver cómo te crees superior a los demás, eres interesante. Muy interesante.” Su tono se hizo más frío y calculador.

Alina miró al suelo, tratando de concentrarse en encontrar una forma de escapar, de luchar. Sabía que tenía que resistir, por ella misma, por su pastelería, por lo que significaba.

Ezra no podía esperar más.

La sensación de angustia crecía en su interior. Sus compañeros le preguntaban si quería que se quedara en la comisaría, pero él no podía. Salió a buscarla por las calles, incluso preguntando a algunos transeúntes si habían visto a Alina, pero nadie sabía nada. Cada segundo que pasaba sin encontrarla, la desesperación lo invadía más.

Finalmente, llegó a un viejo callejón donde se encontraban unas antiguas fábricas y almacenes. A lo lejos, vio la puerta de un edificio que le parecía familiar, algo en su interior le decía que debía acercarse. Cuando se acercó, vio algo que hizo que su corazón se detuviera: las huellas de un forcejeo en el suelo.

La puerta de la vieja construcción estaba entreabierta, y una sensación helada recorrió su cuerpo al pensar que Alina podría estar allí, atrapada. Sin pensarlo más, empujó la puerta con fuerza y entró, con el corazón acelerado.

Alina, con las manos atadas y el rostro golpeado, levantó la vista justo cuando escuchó un ruido.

Al fondo, escuchó los pasos apresurados de alguien que venía en su dirección. De repente, la puerta del cuarto se abrió de golpe, y Ezra apareció, respirando con dificultad, pero sus ojos brillaban con una mezcla de furia y alivio al verla.

“¡Alina!” gritó, corriendo hacia ella.

Raúl y Marcos se giraron hacia él, sorprendidos por su aparición, pero Ezra ya estaba listo para enfrentarlos. Los dos hombres se movieron rápidamente, pero Ezra no dudó ni un segundo. En un par de segundos, los hombres quedaron inmovilizados, y Ezra rápidamente liberó a Alina de sus ataduras.

Alina respiró hondo, sus ojos brillando con una mezcla de dolor y gratitud. "¿Estás bien?" preguntó él, tomando su rostro con suavidad.




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