El pitido de la máquina era estable. Constante. Insufrible.
Ezra no sabía cuántas horas llevaba allí. Sentado. De pie. Sentado otra vez. Mordiéndose la lengua para no gritar, para no destruir algo. Lo único que se mantenía igual era su mano, aferrada a la de Alina, como si soltarla significara perderla para siempre.
Ella seguía sin despertar.
Su piel estaba más pálida de lo normal. Las vendas en su abdomen eran un recordatorio violento de que la bala había sido real. El doctor había dicho palabras como “daños irreversibles”, “columna vertebral”, “no caminar”... pero a Ezra le habían importado una mierda en ese momento. Todo lo que había escuchado fue: “está viva”.
Ahora, el “viva” no le era suficiente.
"No te ves bien acostada," murmuró, con voz ronca, quebrada. "Tú eres de las que están siempre moviéndose, abriendo cortinas, batiendo cosas con olor a azúcar..." Su garganta se cerró. "¿Recuerdas ese día que me tiraste la bandeja con bizcochitos? ¿El muy idiota de mí te gritó... y tú solo me escribiste que eran para mí? Para probarlos. Me sentí un maldito imbécil. Aún lo hago."
Un leve zumbido en su cabeza lo empujó hacia atrás en el tiempo.
Flashback
Ezra estaba saliendo de la comisaría cuando la vio. Alina estaba barriendo la entrada de la pastelería. Llevaba un moño ridículo con orejitas de conejo. No tenía idea por qué... pero le causó un nudo extraño en el pecho.
Ella levantó la vista y le sonrió con un gesto leve, dulce.
Él solo bufó y miró a otro lado. No podía permitir que esa mujer —sorda, muda, frágil, pastelosa y risueña— le causara esas cosas que no entendía. Cosas que dolían como el eco de un pasado al que ya no quería volver.
Esa noche, sin embargo, apareció en su escritorio una pequeña caja con un papelito escrito:
“Pensé que este sabor te gustaría más. No tiene frutas.”
Él nunca le dijo que odiaba las frutas en los postres.
De vuelta en la habitación, Ezra se limpió la cara con la manga. Sus ojos estaban rojos, hinchados, irritados como su pecho.
"¿Cómo supiste eso? ¿Cómo carajos sabes tanto de mí sin siquiera hablar?"
Se inclinó, más cerca de su rostro, con la voz baja, rota.
"No sé cómo me hiciste esto. No sé cómo lograste que piense en ti cada vez que paso por tu estúpida vitrina llena de azúcar... No sé cuándo empecé a mirar más allá de tus manos manchadas de harina o tu cuaderno lleno de palabras torpes..."
Hizo una pausa.
"Pero me jodiste, Alina. Me jodiste completo. Y no estoy listo para perderte."
Se tapó la cara con una mano mientras aún sujetaba la de ella. El silencio era espeso. El pitido de la máquina, cruel. No podía más con ese sonido.
"Si me escuchas... si de verdad puedes oírme allá donde estás... vuelve. No por mí. Vuelve porque este mundo necesita algo como tú. Algo que no grita, pero que hace ruido en el corazón."
Las lágrimas se le escaparon sin vergüenza. Ya no quedaba espacio para el orgullo.
"Vuelve... aunque sea para lanzarme otra bandeja encima."
Y así se quedó. Con la frente apoyada contra su mano, abrazando la suya, respirando por los dos.