voces que no se oyen

Capítulo 39: El sonido del silencio

El amanecer apenas se asomaba por las ventanas del hospital, tiñendo las paredes blancas con un tenue tono dorado. Sin embargo, para Ezra, el tiempo había perdido sentido.

Estaba ahí, de pie, apoyado contra la puerta de la habitación, mirando a través del cristal. A Alina. Conectada a máquinas. Inmóvil.

—¿Ezra? —susurró una voz tras él.

Era Iván, uno de los policías que lo habían sujetado horas antes cuando se negaba a soltarla para que la operaran. Llevaba dos cafés en la mano.

—No quiero café —gruñó Ezra, sin mirarlo.

—Tampoco quieres dormir, ni hablar, ni moverte —Iván se le acercó despacio, dejando un vaso sobre el banco frente a él—. Si sigues así vas a caer antes que ella despierte.

Ezra no respondió. Su mandíbula se tensó, sus ojos clavados en el cuerpo de Alina.

—¿Dijeron algo los médicos?

—Lo mismo... —dijo en voz baja—. Sigue estable... pero no despierta. Y no saben cuánto pueda durar así. Dicen que si pasa más de 48 horas... —calló de golpe, apretando los dientes.

—Ez...

—¡No digas su nombre como si ya no estuviera! —soltó de golpe, girando hacia él. Sus ojos estaban encendidos, rojos, el dolor bailando entre rabia y miedo.

Iván alzó las manos en señal de paz.

—Está bien. Solo... solo no estás solo, ¿sí?

Ezra no dijo nada. Dio media vuelta, regresó al borde de la cama y se sentó en silencio.

Cada segundo era un martirio.
Cada respiración suya, una súplica.
Cada pitido de la máquina, un clavo más en su pecho.

Tomó el cuaderno de Alina de la mesita. Ese que tanto usaba. Lo abrió con torpeza, pasando las páginas con sus palabras escritas de puño y letra. Letras suaves, a veces tambaleantes, pero llenas de intención.

En una hoja vio una nota que decía:

“¿Te duele algo hoy?”

Ezra apretó los labios. Se acordaba de ese día. Había regresado magullado de una redada. Ella no le había dicho nada, solo le dejó esa nota en la puerta del local, junto con un bizcocho con forma de corazón mal hecho.

"Tú preguntando por mi dolor y yo sin darme cuenta del tuyo," murmuró.

Pasó otra página.

“¿Tienes pesadillas a veces?”

Otra más.

“Si tienes frío, tengo chocolate caliente. Si no quieres hablar, puedo estar en silencio contigo.”

Ezra cerró el cuaderno y lo apretó contra su pecho.

"¿Y ahora qué? ¿Qué hago con tanto silencio, Alina? ¿Qué hago sin tus preguntas escritas, sin tus sonrisas, sin tus manos llenas de harina? ¡Contéstame!"

La habitación no le respondió.

El doctor volvió a entrar minutos después. Ezra se irguió.

—Sigue sin cambios —informó el hombre con tono neutro—. No hay infecciones, lo cual es bueno, pero... su presión ha bajado un poco. Vamos a monitorearla cada hora.

—¿Y si no despierta?

El médico lo miró con algo de compasión.

—Entonces... tendremos que considerar alternativas. Pero todavía no estamos ahí, ¿sí?

Ezra asintió con la cabeza. Aunque en su interior, todo gritaba.
No. No alternativas.
Solo Alina.




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