Un sonido sutil.
El leve movimiento de unas pestañas.
El parpadeo de una vida aferrándose al presente.
Ezra alzó la vista de inmediato. Estaba sentado junto a ella, como lo había estado los últimos dos días, con ojeras marcadas, la camisa arrugada, el cabello despeinado, y una taza de café frío que no recordaba haber tomado.
Pero cuando vio que sus ojos se abrían, todo en él se detuvo.
Su corazón, su mente, su mundo.
—Alina…
Ella parpadeó lentamente. Su mirada era vidriosa, borrosa. Movió un poco los labios, pero el tubo de oxígeno impedía que emitiera sonido.
Ezra se inclinó hacia ella, tocándole la mejilla con torpeza.
—Hey… soy yo. Tranquila. Estás bien. Bueno… estás viva —intentó sonreír, pero le temblaban las palabras.
Ella lo miró… y algo se tensó en su rostro.
Confusión.
Duda.
Una pizca de miedo.
Frunció el ceño, como si no entendiera lo que veía. Ezra tomó su mano con más suavidad.
—Estás en el hospital. Te hirieron… tú… te lanzaste. Me salvaste. —Hizo una pausa, tragando el nudo que no lo dejaba hablar—. Maldita sea, Alina, ¿por qué hiciste eso?
Ella parpadeó otra vez. Luego movió la cabeza levemente. Su otra mano intentó alcanzar algo. Buscaba su cuaderno. Ezra se levantó rápido y abrió el cajón donde lo había visto antes. Se lo entregó.
Temblando, ella escribió algo con letra irregular:
“¿Qué pasó?”
Ezra leyó. Su estómago se revolvió.
—¿No lo recuerdas? —preguntó con voz baja.
Ella negó con la cabeza. Una lágrima le bajó por la sien. Volvió a escribir:
“¿Dónde estoy? ¿Por qué me duele tanto?”
Ezra apretó los dientes. Maldito mundo injusto.
—Estás a salvo —dijo con voz ronca—. Estás conmigo.
Ella volvió a escribir:
“¿Quién eres?”
Ezra sintió que el aire se le iba del pecho.
—Soy Ezra… Ezra Raines. Policía. —Sonrió sin humor—. El idiota que nunca probaba tus pasteles.
Ella lo miró como si ese dato no le dijera nada. Y eso dolió más que cualquier bala.
—Tú… —Ezra se sentó a su lado, tomándole la mano otra vez—. Tú y yo… no sé qué éramos. No lo sé todavía. Pero tú… tú me hacías sentir cosas. Cosas que ni entiendo.
Ella volvió a mirar su cuaderno, como si necesitara saber qué escribir pero el cuerpo le pesara demasiado.
Entonces escribió:
“¿Por qué lloro?”
Ezra apretó los labios. Le acarició el cabello con una ternura que no sabía que tenía.
—Porque tu corazón sí lo recuerda. Aunque tu mente no lo sepa todavía.
La puerta de la habitación se abrió lentamente. Un doctor asomó el rostro, y la expresión en su cara no traía buenas noticias.
—Necesitamos hablar, oficial —dijo con seriedad.
Ezra miró a Alina, sus dedos aún entrelazados con los de ella.
—No me voy a ir. Hablen aquí. Ella necesita saberlo también.
El doctor dudó. Miró a Alina. Luego asintió, cruzando el umbral.
—La cirugía fue un éxito… dentro de todo. Pero… —miró a Ezra, luego a la chica en la cama—. Hubo daño en la espina dorsal. Se intentó todo lo posible… pero, si se recupera por completo, es probable que no pueda volver a caminar.
Ezra tragó en seco. Alina bajó la mirada, incapaz de escribir nada. El cuaderno resbaló de su mano, cayendo al suelo.
Él lo recogió. Se sentó otra vez.
—No estás sola —dijo, tocando su mejilla—. No pienso dejarte sola.
Ella lo miró. Sus ojos seguían nublados por la confusión… pero un pequeño destello, apenas un rastro, parecía reconocerlo.
Solo un poco.
Y a Ezra, eso le bastaba para quedarse.