Los días siguientes fueron lentos. Como si el tiempo decidiera moverse al ritmo del dolor.
Alina ya no estaba conectada a tantos cables, pero su cuerpo seguía inmóvil del pecho hacia abajo. Cada mañana, cuando abría los ojos, la sombra de la confusión se mezclaba con una verdad que no podía seguir negando.
No podía mover sus piernas.
No sentía nada.
Ezra lo sabía. Lo veía en sus ojos. Pero no decía nada. No hacía preguntas. Simplemente… estaba allí.
Siempre.
Sentado al lado de su cama, a veces leyendo en voz alta cualquier cosa —aunque ella no pudiera oírlo—, a veces simplemente observándola. Sus ojos, su rostro, cada mínimo gesto.
Ese día, Alina tomó su cuaderno. Tenía el rostro apagado. Palidez en la piel y ojeras que no disimulaban el cansancio. Escribió con lentitud:
“¿Te irás si te lo pido?”
Ezra la miró. No respondió de inmediato. Su expresión se endureció.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó, aunque sabía que no era eso.
Ella negó lentamente. Sus dedos se movieron sobre el papel.
“Tengo miedo. Siento que… ya no soy yo.”
Ezra tragó saliva. Tomó una silla más cerca, su voz fue baja.
—Sigues siendo tú. Aunque no lo creas. Aunque te duela. Aunque estés jodidamente rota por dentro. —Hizo una pausa—. Yo también lo estoy.
Ella parpadeó. Ezra apoyó los codos sobre sus rodillas, la miró directo, como si decirlo le quemara.
—No sé cómo lidiar con esto. No sé cómo ayudarte. Pero cada vez que me alejo dos pasos… quiero volver. Cada vez que no estás… siento que me falta algo. —Se rascó la nuca, incómodo—. Maldición, Alina. Me arruinaste. Me hiciste querer entender gestos, miradas, silencios. Me hiciste… pensar en ti a cada maldito segundo.
Ella lo miraba. El lápiz temblaba en sus manos. Escribió:
“No quiero que me veas así. Débil. Rota. Incompleta.”
Ezra frunció el ceño. Se inclinó hacia ella, con voz más intensa:
—¡Tú no estás incompleta! —Suspiró, más bajo—. Si supieras cómo te vi ese día… gritaste mi nombre. Tu voz. Tu maldita voz. Fue lo más hermoso y lo más aterrador que he oído jamás.
Una lágrima bajó por la mejilla de Alina. Ezra se la limpió con un dedo, con cuidado.
—Me salvaste. ¿Y ahora crees que voy a dejar que enfrentes esto sola?
Ella escribió con más rapidez, con un leve temblor:
“No sé si podré soportarlo.”
Ezra se acercó más, su frente tocó la de ella.
—Entonces lo soportamos juntos. —Su voz bajó, ronca—. Aunque no entienda lo que siento. Aunque me asuste. Aunque tú me mires así y yo quiera romper todo. Me quedo, ¿sí?
Ella no escribió nada más. Solo bajó la mirada, y cuando él le sostuvo la mano con fuerza, por primera vez, ella lo apretó de vuelta.
Pequeño. Doloroso. Pero firme.
Ezra sonrió apenas.
—¿Ves? Ahí estás tú. Sigues aquí.
Y aunque las sombras fueran largas y el futuro incierto, ese instante les supo a hogar. A promesa. A algo que recién estaba comenzando.