Ezra estaba parado frente a la ventana del hospital. Había dejado de llover, pero el cielo seguía gris. Llevaba dos días sin afeitarse, el café se le enfriaba en la mano, y la camiseta bajo su chaqueta aún tenía rastros de la sangre de Alina.
No había regresado a casa. No quería.
El eco de las palabras del doctor lo atormentaba: “Daño irreparable.” “Nunca volverá a caminar.”
Pero Ezra no conocía ese idioma. Nunca lo había aprendido.
Sacó su teléfono. Comenzó a buscar clínicas. Hospitales. Institutos. Algunos en la ciudad, otros fuera del país. Alemania, Corea del Sur, Estados Unidos. Todo lo que tuviera que ver con daño medular, neurocirugía, regeneración.
Cada clic era una forma de no aceptar lo que le habían dicho.
Cada búsqueda era una excusa para creer que todavía había algo que hacer.
Apareció un nombre: una clínica en Zúrich especializada en terapia experimental. Cerró los ojos. Sus dedos volaron por la pantalla. Tomó nota. Lo investigaría. Lo cruzaría con opiniones. Lo verificaría con el médico de confianza que tenía en la comisaría.
Pero antes… antes tenía que verla.
Entró a la habitación en silencio. Alina seguía dormida, aún bajo sedación ligera. Las máquinas marcaban su pulso, su respiración, la vida que aún le quedaba.
Ezra se acercó, arrastrando la silla hasta quedar junto a ella. Sus manos ásperas, llenas de cicatrices, tomaron las suyas con una torpeza que ya no intentaba disimular.
—Te dije que esto se acabaría cuando todo se calmara —murmuró—. Que te iba a decir todo lo que me hacías sentir… aunque no entendiera ni la mitad de esas mierdas.
Se rió sin humor.
—Bueno, pues aquí estoy, Alina. Jodidamente perdido. Con mil emociones que me revientan el pecho y sin saber cómo carajo se supone que se maneja esto.
Suspiró. Su voz se quebró apenas.
—Y ahora me dicen que no vas a volver a caminar. Que te conforme con vivir, con respirar, con estar ahí… ¿Y tú? ¿Tú lo aceptarías? —La miró, aún dormida—. No. No lo harías. Porque tú peleas. Aunque no puedas gritarlo, tú peleas, Alina.
Pasó una mano por su cara. Miró al techo. Trató de no llorar. Falló.
—Así que voy a buscar algo. Lo que sea. El rincón más jodido del planeta si es necesario. Pero te juro, por esta cicatriz de mierda —dijo tocándose el rostro—, que no me voy a rendir contigo.
Se inclinó y rozó su frente con los labios. Cerró los ojos, y en voz baja susurró:
—No sé lo que soy para ti. Pero tú para mí… tú eres lo único que me importa ahora.