╰────────────────➤[Nadie nos cree]
A menos que hayan sido muy, muy afortunados, habrán experimentado sucesos en su vida que les habrán hecho llorar. Así pues, a menos que hayan sido muy, muy afortunados, sabrán que una buena y larga sesión de llanto a menudo puede hacerlos sentirse mejor, aunque sus circunstancias no hayan cambiado lo más mínimo. Y eso les ocurrió a los huérfanos. Habiendo llorado toda la noche, se levantaron a la mañana siguiente como si se hubiesen quitado un peso de encima. Los cuatro niños sabían, obviamente, que seguían estando en una situación terrible, pero pensaban hacer algo para mejorarla.
La nota matutina del Conde Olaf les ordenaba cortar leña en el patio trasero, y Violet, Klaus y Elena, mientras zarandeaban el hacha y golpeaban los troncos para hacer trocitos pequeños discutieron posibles planes de acción, mientras Sunny mordisqueaba meditabunda un trozo de madera.
—Está claro —dijo Klaus, pasándose el dedo por el horroroso cardenal que tenía en la mejilla donde Olaf le había golpeado— que no nos podemos quedar aquí por más tiempo. Prefiero buscarme la vida en la calle que vivir en este terrible lugar.
—Pero ¿quién sabe los infortunios que nos pueden suceder en la calle? —señaló Violet—. Aquí, por lo menos, tenemos un techo sobre nuestras cabezas.
—Podríamos vivir de la publicación de alguna obra que creemos. Piensen, chicos, los cuatro tenemos conocimientos variados y geniales, con ellos podríamos conseguir dinero —comentó Elena.
—Ojalá el dinero de nuestros padres pudiese ser utilizado ahora y no cuando sean mayores de edad —dijo Klaus—. Entonces, podríamos comprar un castillo y vivir allí, con guardias armados patrullando a su alrededor para mantener alejados al Conde Olaf y su grupo.
—Y yo podría tener un estudio grande donde hacer inventos —dijo Violet con melancolía. Dio un golpe de hacha y partió un tronco por la mitad—. Lleno de herramientas y poleas y cables y con un sofisticado sistema de ordenador.
—Y yo podría tener una enorme biblioteca —dijo Klaus—, tan agradable como la de Justicia Strauss, pero más enorme con todos los libros de Elena y todos los que pude leer de casa.
—¡Gibbo! —gritó Sunny, lo que parecía significar: «Y yo podría tener muchas cosas que morder».
—Pero entre tanto —dijo Violet—, tenemos que hacer algo para salir de esta situación.
—Quizá Justicia Strauss podría adoptarnos —sugirió Klaus—. Dijo que siempre seríamos bien recibidos en su casa.
—Somos cuatro niños, no creo...
—Pero se refería a ir de visita, o para utilizar su biblioteca —señaló Violet—. No se refería a vivir.
—Quizá si le explicásemos nuestra situación, aceptaría adoptarnos —dijo Klaus, esperanzado.
Elena se quedó callada, aunque su mente le daba respuestas negativas al respecto.
Pero, cuando Violet lo miró, supuso que aquello no tenía sentido. La adopción es una decisión muy importante, algo que no suele suceder de forma impulsiva. Estoy seguro de que ustedes habrán deseado en algún momento de su vida haber sido educados por gente distinta a la que los está educando, pero en el fondo de su corazón saben que las posibilidades eran mínimas.
—Creo que deberíamos ir a ver al señor Poe —dijo Violet—. Él nos dijo cuando nos trajo aquí que, si teníamos algo que preguntar, nos pusiésemos en contacto con él en el banco.
—No tenemos exactamente una pregunta —dijo Klaus—. Tenemos una queja.
Pensaba en el señor Poe, caminando hacia ellos en la Playa Salada, con su terrible mensaje. A pesar de que, evidentemente, el fuego no había sido culpa del señor Poe, Klaus era reticente a verlo, porque tenía miedo de recibir más malas noticias.
—No se me ocurre nadie más con quien contactar —dijo Violet—. El señor Poe se ocupa de nuestros asuntos y estoy segura de que, si supiese lo horrible que es el Conde Olaf, nos sacaría de aquí al instante.
Klaus imaginó al señor Poe llegando en su coche y llevándose a los huérfanos a algún otro lugar y sintió un atisbo de esperanza. Cualquier lugar sería mejor que este.
—De acuerdo —dijo—. Cortemos toda esta leña y vayamos al banco.
Vigorizados por el plan, los huérfanos cortaron con sus hachas a una velocidad alucinante y, al poco rato, ya habían acabado de cortar leña y estaban listos para ir al banco. Recordaron al Conde Olaf diciendo que tenía un mapa de la ciudad y lo buscaron concienzudamente, pero no pudieron encontrar ni rastro del mapa y concluyeron que debía de estar en la torre, donde tenían prohibido entrar, salvo Elena; no obstante, y aunque ella quisiera no podía abrir la puerta, ya que no tenía la llave. Así que, sin referencia alguna, los niños salieron en dirección al distrito financiero de la ciudad, con la esperanza de encontrar al señor Poe.
—Tenemos que hacer esto bien —dijo Elena.
—Es nuestra oportunidad —le respondió Klaus.
Después de caminar por el distrito de las carnicerías, el de las floristerías y el de los talleres de escultura, los cuatro niños llegaron al distrito financiero, y se detuvieron para tomar un refrescante trago de agua en la Fuente de las Fabulosas Finanzas. El distrito financiero consistía en varias calles anchas, con altos edificios de mármol a cada lado, todos ellos bancos. Primero, fueron al Banco Confiable y luego al de Ahorros y Préstamos Fiables y luego a Servicios Financieros Subordinados, siempre preguntando por el señor Poe. Finalmente, una recepcionista de Subordinados les dijo que sabía que el señor Poe trabajaba al final de la calle, en Manejo de Dinero Fraudulento. El edificio era cuadrado y tenía un aspecto más bien normal, aunque, una vez dentro, los cuatro huérfanos se sintieron intimidados por la actividad frenética de la personas que corrían por aquella enorme sala con eco. Al final, le preguntaron a un guardia uniformado si habían llegado al lugar indicado para hablar con el señor Poe, y este les llevó a una oficina inmensa, con muchos archivos y sin ventanas.
—Bueno, hola —dijo el señor Poe con voz confundida.
Estaba sentado ante una mesa de despacho cubierta de papeles escritos a máquina, que parecían importantes y aburridos. Rodeando una pequeña fotografía enmarcada de su mujer y sus dos salvajes hijos, había tres teléfonos con luces parpadeantes.
—Pasen, por favor —les dijo.
—Gracias —dijo Klaus, dándole la mano al señor Poe.
Los jóvenes se sentaron en cuatro sillas grandes y cómodas.
El señor Poe abrió la boca para hablar, pero tuvo que toser en su pañuelo antes de empezar.