Volar, mirándote a los ojos

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A veces no entendía por qué había venido a este mundo, a veces todo se torcía tanto que ni siquiera ella misma confiaba en poder desenredarlo, pero, al final, siempre encontraba la forma.

Venía de una buena familia, nunca le había faltado nada, nada material más bien, porque lo más importante, o al menos para ella, no lo había tenido nunca.

Sus padres trabajaron tanto para poder darle todo lo que ellos no tuvieron de niños que se perdieron por el camino y se olvidaron de algo realmente valioso: el tiempo.

Sabía que no podía odiarlos por ello, pues habían hecho las cosas lo mejor que habían podido y, sobre todo, le habían dado una vida llena de oportunidades, oportunidades que otra gente no había tenido (eso ella lo sabía bien), pero, aun así, le dolía.

El tiempo perdido con sus padres, los cumpleaños a solas, los abrazos que no había recibido, los besos, los consejos ante una ruptura o pelea tonta con una amiga, el apoyo en los momentos duros, una mirada cómplice, una familia, al fin y al cabo. Quizás por eso ella buscaba tan desesperadamente una, aunque aún no se había dado cuenta.

Se veía como un alma libre que no quería compromisos, se engañaba a sí misma pensando que estaba sola por elección, cuando la realidad era que tenía tanto miedo al abandono, al engaño y al sufrimiento que había preferido no vivir para evitarlo, sin darse cuenta de que había ido de cabeza hacia él.

Laia tenía 26 años, su belleza era embriagadora, una gran melena negra azabache, ojos azules cristalinos, piel aterciopelada color miel, 1,75, esbelta, un buen culo, para qué negarlo, cintura de avispa, labios carnosos… y abogada de un prestigioso bufete.

A pesar de que nunca había querido el apoyo económico de sus padres, era lo único que recibía de ellos. A pesar de que siempre había renegado del prestigio de su familia, el trabajo que desempeñaba lo tenía gracias a él.

Había luchado por ese puesto como la que más, vaya si lo había hecho, primera de su promoción, la última en irse a casa al final de la jornada, tenía merecido su puesto con creces, pero no lo sentía así. Aunque era capaz de todo, el hecho de tener a sus padres detrás de cada uno de sus pasos le había creado cierta inseguridad, algo que nadie percibía, por supuesto; si era buena como abogada, como actriz era la mejor.

Siempre había querido ser abogada para ayudar a los más desfavorecidos, aquellos a los que los poderosos aplastaban, y había terminado convirtiéndose en su reina. Ansiaba tanto sentirse parte de algo que dejó de ser quién era para convertirse en lo que los demás querían que fuese. Todo lo que siempre había odiado, ahora lo representaba, y de ahí ese sentimiento de desarraigo, esa sensación de no estar en el lugar adecuado, de pérdida constante de identidad. A veces no sabía cómo seguir con esa vida, que muchos desearían, pero que a ella la estaba ahogando.

Cuando era una niña, conoció a una persona que cambiaría su forma de ver el mundo, y aunque en ese momento no lo sabía, el único amigo verdadero que tendría durante la mitad de su vida. No era de su clase, por supuesto, seguramente por eso conectó tanto con él. Pasaban horas y horas juntos sin que hubiese ni un segundo de aburrimiento, aprendía de sus aventuras, de su forma de vivir, la hacía soñar, era el único que la hacía olvidar lo sola que estaba, porque, aunque estaba rodeada de gente, siempre se sentía sola, incluso en su edad adulta.

El "abandono" de sus padres y la presión constante de tener que estar a la altura de la sociedad de la que formaba parte, había dejado huella en su alma, y ese vacío lo llenaría más adelante con relaciones insípidas y dominantes en las cuales sentía que ella controlaba la situación.

Gael era un chico de una familia inmigrante con poco dinero, pero con unos valores inquebrantables. Le contaba cosas sobre su país, anécdotas que había vivido con sus amigos, cómo era la gente de su pueblo, y eso a ella le fascinaba.

Siempre había sido muy curiosa, le gustaba aprender cosas nuevas, relacionarse con gente distinta a ella, y, sobre todo, lo que más le gustaba era cómo se sentía con él y con su familia. No era un amor pasional, sino más bien de hermanos, los sentía como la familia que siempre hubiese querido tener y nunca tuvo.

Sin embargo, la alegría se terminó pronto para Laia, como todo lo bueno que llegaba a su vida. Gael y su familia tuvieron que regresar a su país de origen para cuidar a su abuela materna, a la cual no habían podido traer bajo arraigo con ellos. Laia pidió ayuda a sus padres, quienes consideraron que Gael y su familia no eran lo suficientemente importantes como para gastar sus recursos y favores en ellos.

Había visto a lo largo de los años cómo sus padres habían ayudado a perfectos diablos, y la persona que más le importaba a su hija no era valedora de sus esfuerzos.

Ese había sido su impulso, su vocación, su motivación para llegar a lo más alto y así poder ayudar a gente como Gael, pero se perdió por el camino.

Sus intenciones eran buenas, era idealista y soñadora, pero se dio de bruces contra la realidad en la que vivía. Sin ningún pilar que la sostuviese ni nadie que le recordase por qué había empezado, el mundo la absorbió.

"¿Por qué? ¿Acaso su conciencia había cambiado? ¿Su agotamiento era más fuerte que ella?"

Pronto encontraría las respuestas a todas esas preguntas. Pronto la vida la pondría en el lugar correcto para demostrar quién era.




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