Carlos y Martina (Tuccin), los padres de Laia venían de familias humildes en las cuales la abundancia no había sido habitual. Habían tenido que trabajar duro para poder pagar sus estudios y ayudar con los gastos de la casa, y en cuanto a montar su empresa... bueno, tuvieron que endeudarse hasta tal punto que, de no haber salido bien, habrían terminado en la cárcel.
Por suerte para ellos no fue así, y no solo les fue bien, sino que pudieron pagar su deuda y quedar cubiertos para el resto de su vida. De ahí la forma en la que habían criado a su hija. Sus carencias materiales los habían convertido en unos padres ausentes, preocupados únicamente por el dinero. El hecho de que su hija no tuviese que pasar por lo mismo que ellos hizo que se olvidaran de lo verdaderamente importante: el cariño, el afecto, el apoyo necesario para que un niño se convierta en un adulto estable, que le permita ser feliz y tener fuerzas para llegar a donde se proponga.
La empresa Tuccin los llevó a las altas esferas, y en ese mundo superficial, el pasado de Carlos y Martina resultaba vergonzoso. Los valores que sus padres les habían enseñado y que les habían permitido construir el imperio que tenían, quedaron relegados ante la soberbia necesaria para encajar en ese mundo, sin darse cuenta del desorden mental que eso le ocasionaría a su hija, y mucho menos de lo infeliz que llegaría a ser.
Poco a poco se fueron convirtiendo en la arrogancia personificada. Mentían cuando tenían que hablar de su pasado, veían todo desde una perspectiva económica, incluso las relaciones personales.
Este era el tema de mayor discusión entre Laia y sus padres, no respetaban para nada sus decisiones en cuanto a la elección de su pareja y la presionaban constantemente para que se casara con un hombre de su mismo estatus. Le creaba tanta ansiedad que la única manera que encontraba para frenarla era rebelarse e irse con chicos que escandalizarían a toda esa sociedad burguesa que la rodeaba.
Su cuerpo se dividía en dos personalidades: la "pija rica" con sonrisa Profident, melena lacia y perfecta, tacones de aguja y ropa impecable que entraba al juzgado y destrozaba a los pobres empleados que no llegaban a fin de mes; y la "roquera" que se ponía sus botas de cuero, se rizaba el pelo, se subía a su R6 y se iba a las discotecas de gente normal a beber, bailar y relacionarse con aquellos a los que destrozaba en los juzgados. A veces se sentía una impostora, y otras perdía la visión de la realidad y no era capaz de distinguir quién era realmente.
Los chicos que le gustaban a Laia eran los que conocía su segunda personalidad; a los adinerados con aires de superioridad los detestaba.
No estaba preparada para enfrentar el mayor conflicto que sabía que tendría con sus padres, su pareja. Y, de hecho, era algo en lo que intentaba no pensar, porque no podía lidiar con el rechazo de sus padres, pero tampoco con unir su vida a alguien con el que no fuese completamente feliz.
Era perfeccionista en todo, pero en temas amorosos tenía claro que sus estándares eran muy altos. O encontraba la perfección, o no quería nada, porque ella era lo que ofrecía (o eso pensaba en su autoengaño).
Era consciente de que nadie es perfecto, por supuesto, no se refería a eso cuando hablaba de perfección, sino de que fuese perfecto para ella.
Debía tener todo lo que ella soñaba en un chico; no se conformaba con un físico sin inteligencia o viceversa, con amor sin buen sexo o al revés; necesitaba tenerlo todo, que físicamente despertase sus deseos más oscuros, que su intelecto hiciese que lo admirase, que su forma de vida y valores encajasen con los suyos. Alguien ambicioso que no cortara sus alas, que su amor fuese de cuento de hadas y su sexo salvaje, pervertido y de puro fuego; que no se intimidase ante ella, pero al mismo tiempo, pudiese respetar sus necesidades. Necesitaba a alguien que su sola presencia la llenase de paz y al mismo tiempo la impulsase a vivir aventuras constantes. Pero eso sus padres nunca lo iban a entender, y cada día se le hacía más difícil aparcar este asunto y seguir con la vida que la apagaba cada día más.
Todas las mañanas, al entrar por la puerta de ese llamativo edificio y ver al fondo el gran logo "BUFETE DE ABOGADOS MORTIZ Y ASOCIADOS", en un dorado resplandeciente bajo un fondo negro, respiraba hondo, ponía su perfecta sonrisa falsa y se comportaba como la reina que era.
Tenía su té en la mano al salir del ascensor, y los halagos no faltaban cada día. La falsedad de la gente era algo con lo que cada vez le costaba más lidiar; los casos que llevaba le estaban pasando factura, los amigos que tenía el 80% de su tiempo no eran sus amigos, eran amigos de lo que ella representaba. No tenía nada en su vida que fuese real, ella no era real, a excepción del poco tiempo que pasaba en esas discotecas de las que no podía hablar, y de la poca gente que conocía allí, a los que no les podía decir exactamente quién era, y mucho menos meterlos en su vida.
Esa noche recibió la llamada de sus padres al salir de la oficina; querían cenar con ella. No daba crédito, sus ojos brillaron como luceros al recibirla.
No era propio de ellos, recordemos que para Carlos y Martina ser buenos padres era proporcionarle toda la ayuda económica que necesitase, pero pasar tiempo con ella sin ningún motivo lo veían innecesario; por lo que esa llamada le hizo tanta ilusión que canceló la cita que tenía y se fue a casa a prepararse, con la inocencia de un bebé. La emoción salía por cada poro de su piel, quería estar radiante. La aprobación de sus padres siempre era muy importante para ella, y eso hacía que también la presión fuese enorme. Se puso un vestido largo, negro, que dejaba ver la preciosa espalda que tenía, producto de su entrenamiento diario y su perfecta alimentación; tacones altos con pequeñas piedrecitas en el empeine, y una elegante gargantilla que su madre le había regalado en Navidad. Cogió un taxi y se dirigió al encuentro.
#5144 en Novela romántica
#1156 en Novela contemporánea
amor toxico amor verdadero, autoestima y superacion personal, ficción contemporáneo emocional
Editado: 25.05.2025