Volar, mirándote a los ojos

3

Llegué al restaurante y el camarero me acompañó a la mesa en la que estaban mis padres. Mientras me iba acercando, algo dentro de mí me decía que no iba a ser lo que esperaba. La cara de mis padres no mostraba la misma alegría que yo llevaba por dentro. Los saludé efusivamente al llegar a la mesa y lo que recibí, fue la misma frialdad de siempre.

Algo en mí se rompió, mi alegría desapareció dejando paso a una tristeza desoladora, mis ojos se apagaron, mi postura se encorvó. Intenté controlar la decepción y el dolor, pero mis lágrimas estaban a punto de salir de mis ojos. Rápidamente me disculpé y me fui al baño. Evité que mis padres me vieran, pero no alcancé a llegar a la puerta antes de que mis ojos se desbordaran.

No quería que nadie me viese así. Agaché la cabeza, entré corriendo y me encerré en uno de los baños hasta que fui capaz de tranquilizarme. Me retoqué el maquillaje y volví a la mesa. De camino, el mismo camarero que me había acompañado antes me cogió por el brazo y me dijo: "Si necesitas salir un momento, ahí detrás hay una puerta que da a la calle".

Me había visto, ¡qué vergüenza! No podía mirarle a la cara. Por aquel entonces aún no había aprendido que llorar no es de débiles y que tampoco es nada de lo que avergonzarse, sino que es un sentimiento humano de liberación. Asentí con una sonrisa de agradecimiento y seguí mi camino. Al llegar a la mesa, la cara de interrogación de mi madre ya adelantaba la conversación de los próximos minutos.

— Hija, ¿qué ha pasado? ¿Cómo te vas así de repente de la mesa? Es de muy mala educación, casi ni te habías sentado.

— Lo siento, mamá. Es que ayer comí algo en mal estado y llevo todo el día con molestias estomacales.

— Ay, hija, haberlo dicho. No estás en las mejores condiciones para la cena de hoy entonces. No vas a dar buena impresión.

— ¿Buena impresión?

— Hola, buenas noches. - dijo una voz masculina detrás de mi espalda.

— Buenas noches, un abrazo hombre. - se acerca a mi padre y lo abraza con una familiaridad que ni a mí en toda mi vida.

— ¿Qué tal, cariño? ¿Cómo estás? - dijo mi madre, con una cercanía que tampoco había tenido conmigo nunca.

— Hola, Laia. ¿Qué ta...?

— Bien, gracias. - dije en un tono un tanto cortante interrumpiendo su saludo.

— Hija...

— ¿Qué, mamá? - respondí furiosa.

Me dirigí a él totalmente indignada y dije: "Eres muy guapo y pareces un chico muy respetuoso, y seguramente seas maravilloso, igual hasta fuera de esta situación me encantarías, pero mis padres llevan haciéndome estas encerronas años, así que lo siento, pero me voy a ir".

— Vaya, veo que no me reconoces. Soy Julen. - dijo con una sonrisa tímida y un semblante de no entender mucho lo que estaba pasando.

— ¿Julen? ¿El hijo mayor del mejor amigo de papá?

— Ese mismo.

— Vaya, te han sentado bien los años en Londres.

— Sí, físicamente he cambiado un poco, ahora ya soy el hombre perfecto; guapo y millonario.

— Vaya... Veo que no has cambiado tanto...

— Y yo que pensé que te habías puesto así de guapa por mí.

— Yo siempre voy guapa Julen. SOY guapa, pero la verdad no te esperaba. - dije sonriendo tímidamente de la forma más amable posible para que no se sintiese incómodo.

—Ya... Ya me he dado cuenta... - dijo mirándome con complicidad, entendiendo la tristeza que había detrás de mis ojos azules.

La seguridad que demostraba en algunas ocasiones no entendía de dónde salía, sobre todo cerca de mi madre, quizás de la máscara que debía llevar en cada momento que la tenía cerca.

—Bueno, ¿pedimos entonces? ¿Qué os apetece? - preguntó mi madre, que sin darme tiempo a contestar ya se hizo cargo de todo el menú de la noche, como siempre.

Julen era un buen chico, pero demasiado correcto y vanidoso para mi gusto. Nos conocíamos desde niños, aunque llevaba 10 años sin verlo. Se había ido a estudiar al extranjero y no lo había vuelto a ver. Había intentado estar conmigo antes de irse, pero siempre lo había rechazado. Nunca me había fijado en él en ese sentido, era otro más del montón de los ricachones soberbios que me daban ganas de vomitar. Por eso, esa encerrona no la estaba entendiendo. Nunca le había dado esperanzas, y conociendo a mis padres (a mi madre más bien) temía que se las hubiese dado ella en mi nombre y eso me estaba poniendo nerviosa y furiosa al mismo tiempo.

Mi ansiedad se estaba asomando otra vez, y esta crisis parecía de las que ni siquiera Álex iba a ser capaz de calmar.

Sin embargo, un pensamiento vino a mi mente y mi rostro sonrió sin darme cuenta al recordar al motero que me había sacado de este mismo restaurante hace 10 años, ojalá estuviese aquí ahora para volver a salvarme. Con él sí me hubiese casado. Mi madre me miró con sospecha, así que volví a la conversación.

Aproveché que mi madre pedía la cena para mandarle un whatsapp a Álex. No sabía si iba a estar disponible después de haberle cancelado, pero ahora lo necesitaba, no a él, a su cuerpo más bien. No sabíamos nada el uno del otro, pero el sexo era brutal (eso pensaba hasta que alguien me demostró lo que era el verdadero placer), así que era la persona a la que recurría cuando necesitaba calmar las crisis que me asolaban, y después del día de hoy, necesitaría tres rounds con él para poder dormir.




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