Volkin, El señor de la Oscuridad

Capitulo 1: Bajo la Sombra de Anar

Reino dimensional de Bandle, Anar,

Entre las montañas retorcidas como colas de dragón, allí donde la niebla matinal se torna azul-plata y el viento huele a corteza de roble viejo, se alzaba Anar, joya secreta del linaje Yordle. Sus murallas de piedra blanca—pulidas durante siglos con hechizos de protección—relucen como marfil recién tallado, y del interior brotan agujas y cúpulas adornadas con filigranas de oro pálido. Los jardines, custodiados por estatuas encantadas, se extienden en terrazas que rebosan rosas luminiscentes y enredaderas de esmeralda; más allá, un bosque vivo murmura con voces antiguas, dispuesto a defender el reino si la sombra acecha.

En lo más alto del Palacio de las Oropéndolas, el rey Valyorn sostiene el peso de esa maravilla sobre sus diminutos hombros. Sus ojos, color bronce batido, recorren con orgullo las torres que erigieron sus antepasados. La Corona de Raeles—una pieza de plata negra y amatistas—brilla sobre su crin oscura mientras su capa carmesí se mece con el suave hálito de los ventanales. A su lado, la reina Aleyra, portadora del título Hechicera del Velo Lunar, descansa una mano en la barandilla: los rayos del sol naciente se enredan en su cabello de lavanda, y pequeñas chispas de luz danzan alrededor de sus dedos, reflejo involuntario de su poder arcano.

—Anar vuelve a cantar—musita Aleyra, con voz tan suave que apenas rasga el silencio—. Pero percibo una nota extraña en su canción… como si el destino afinara cuerdas nuevas.

Valyorn ladea las orejas, atento a la advertencia que el viento trae en susurros.

—Sea dulce o amarga, esa melodía florecerá bajo nuestra guía —responde, con tono firme—. Y sobre todo, florecerá para nuestro hijo.

Mientras las primeras Galondras encantadas trazan espirales plateadas sobre los patios, los augurios se entrelazan con el canto de mármoles y arroyos. Nadie imagina que en pocas horas el firmamento se teñirá con auroras imposibles, marcando el inicio de una historia donde la luz más pura rozará la sombra más profunda.

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Cámara de la Luz, Palacio de las Oropéndolas, Anar,
Noche del Primer Solsticio de Lumen, dos horas antes del alba,

Los vigías del torreón oriental fueron los primeros en verlas: hebras esmeralda y púrpura que serpenteaban sobre las montañas Nhaldrim, como si los propios dioses hubiesen desenrollado estandartes de fuego líquido para anunciar un acontecimiento sin nombre. El clarín no sonó—había órdenes estrictas de silencio—, pero el murmullo se propagó por balcones y pasillos de mármol hasta llegar a la Cámara de la Luz, el recinto donde las reinas de Anar dan a luz desde tiempos remotos.

En el centro de aquella sala hexagonal, bañada por vitrales que capturaban el fulgor de las auroras, yacía Aleyra. Su aliento condensaba brillos dorados en el aire, huellas de la magia que recorría su sangre. A cada contracción, las lámparas rúnicas fulguraban, y los cirios del altar temblaban con un viento que nadie más sentía. Junto a ella, Valyorn apretaba la empuñadura de la espada ceremonial; no para blandirla, sino para recordar—según manda la tradición—que un monarca debe ofrecer primero protección antes que gloria.

—Resiste, mi amada —susurró, sin apartar la mirada de las pupilas amatista de Aleyra—. El destino nos mira con ojos nuevos.

Un último estallido de luz atravesó los vitrales. Entonces, el llanto de un recién nacido llenó la estancia, profundo y sorprendentemente sereno. Las auroras del exterior parecieron responder con un brillo más intenso, cubriendo las torres de Anar con velos tornasolados.

El Sumo Cronista Thalan anotó en su pergamino con mano temblorosa:

“A esta hora incierta, bajo un cielo henchido de luces divinas, nace Volkin Valyorn’thas. Señal inconfundible de grandeza futura.”

Las nodrizas se inclinaron, y los ancianos del Círculo Esmeralda—convocados de urgencia—unieron sus voces en un cántico bajo, mezcla de júbilo y reverencia.

Cuando por fin la sala quedó a solas, Valyorn y Aleyra contemplaron a su hijo envuelto en linos de plata. Entre los párpados entreabiertos del pequeño danzaban chispas oscuras, casi imperceptibles, que estremecieron a la reina.

—Hay un fulgor distinto en sus ojos —murmuró ella—. Belleza… y algo más.

—La grandeza siempre viene acompañada de sombras —respondió Valyorn, recordando las crónicas de fundadores y traidores por igual—. Nuestro deber será enseñarle a caminar entre ambas.

Sobre la cuna de cedro blanco, una brisa desconocida apagó las velas del norte. Y mientras las auroras comenzaban a desvanecerse detrás de los vitraux, el soberano y la hechicera se preguntaron—cada uno en silencio—si el precio de aquel presagio sería tan alto como la gloria que prometía.

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7 años después, Galería de las Luminarias,

Ala Oeste del Palacio de las Oropéndolas, Anar,
Segunda campanada vespertina del Octavo Ciclo de Lumen,

La luz filtrada por los vitrales de amatista arrancaba destellos inquietos al mármol del corredor. Allí, donde el eco de los pasos parecía transformarse en susurros, avanzaba Volkin, apenas un muchacho de siete inviernos, con la inquietud propia de quien descubre que el mundo es mucho más vasto que los cuentos de nodriza. Había escapado de las lecciones de heráldica ―demasiado rígidas para su impaciente curiosidad― siguiendo el leve aroma de incienso oscuro que sólo una persona en todo Anar utilizaba.

En el extremo de la galería se abría un salón circular, custodiado por columnas irregulares de obsidiana: el Orbe de Penumbras. En su centro, bajo un tragaluz octogonal, Moraih’eg se mantenía inmóvil, brazos extendidos como alas quebradas. Un círculo de runas fluctuantes gravitaba a su alrededor; chispas de luz, negras y doradas a un mismo tiempo, se condensaban en minúsculos seres alados que revoloteaban sobre su corona de trenzas plateadas. Aquellas criaturas ―medio sombra, medio candela― zumbaban melodías inaudibles para oídos comunes.




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