Volver a amar: Josephine

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1: Señal de alarma

—Dos dólares con setenta.

La señora que estaba frente a mí en la caja me sonreía afectuosamente mientras me extendía el dinero.

—¿A qué hora sales?

—Veinte y treinta, ya me queda poco por esta jornada.

—Ten cuidado, se comenta que hay un acosador asustando a las mujeres que andan solas por la calle, y en esta noche fría hay poca gente circulando.

—Gracias por la advertencia, si bien vivo cerca, debería salir armada con mi gas pimienta -le dije también sonriendo en retribución a su amabilidad.

El joven que estaba en la cola prestaba especial atención a nuestra conversación. Cuando llegó su turno, pagó en silencio y se marchó.

Podía equivocarme, pero creía haberlo visto antes en la tienda. Era posible que hubiera venido más de una vez si vivía cerca, pero era la primera vez que llamaba mi atención. Probablemente haya sido su silencio, su mirada baja y sus modales finos; era como si quisiera pasar desapercibido, lo que resultaba imposible dada su altura, su elegancia y su aire misterioso.

Aún así, salió y lo olvidé.

Me quedaba aún media hora de trabajo y luego debía pasar por la casa de mi madre a recoger a Min e irnos a casa a cenar, disfrutar un rato de mi niña antes de irnos a descansar, para retomar nuevamente al día siguiente la jornada laboral.

Así era mi vida, y así me gustaba, mi hija y mi madre la llenaban por completo, no podía sentirme más afortunada por tenerlas, ellas eran mi mundo y no deseaba nada más.

Excepto el sábado y domingo, que eran mis días libres, durante la semana yo era la encargada de cerrar la tienda, por ser la empleada más antigua. Así que, cuando se cumplió nuestra hora y ya no quedaban clientes, Annie y yo pusimos orden y limpiamos, y mientras ella acomodaba los últimos productos en las estanterías, yo cerré la caja y nos marchamos, Annie en su bicicleta y yo a pie como de costumbre.

Frente a la tienda de comestibles donde trabajaba, hay un pequeño parque con árboles añejos y arbustos que en primavera se llenan de flores, algunos bancos y juegos para niños, al que solíamos ir con Min y mi madre los fines de semana para que ella juegue con sus amiguitos del barrio y nosotras conversemos tranquilas, sin la urgencia de los horarios y los compromisos de la semana.

La noche estaba helada. El invierno se estaba despidiendo con crudeza, por lo que en el parque no quedaba nadie, excepto por un hombre solitario, sentado en un banco, que miraba justo hacia la tienda. Miré directamente para no demostrar temor, y me pareció distinguir la silueta del joven misterioso que había estado en la tienda hacía cerca de media hora.

¿Qué hacía ahí con esa temperatura y en soledad? Resultaba extraño, pero no me interesaba averiguarlo. Apresuré mi paso hasta llegar a la casa de mi madre, distante a unos pocos metros de la tienda.

Entré deprisa y respiré hondo antes de saludarlas. Estaban entretenidas conversando mientras mi madre cargaba en un bol la cena que nos había preparado, ella tan diligente y cariñosa, a pesar de que le dije mil veces que no se molestara, que yo podía cocinar cuando llegara a casa. Min, que estaba recogiendo sus tareas del jardín en su mochila, cuando me vio corrió hacia mí y, al arrodillarme frente a ella, me abrazó con toda la fuerza de que eran capaces sus pequeños brazos de niña, pero suficiente como para restaurar mi alma y mi cuerpo del ajetreo de la jornada.

—Te amo mi cielo.

—Te amo mami.

Abrigué a mi niña y la cargué en mis brazos, besé a mi madre, le agradecí por la comida y por cuidar de Min, y nos marchamos.

Al salir miré hacia el parque. La figura seguía allí. Sentí escalofríos. Apresuré el paso otra vez y recorrí los cincuenta metros que restaban para llegar a mi casa, donde por fin, al entrar, nos sentí a salvo, y me prometí que al día siguiente saldría armada con mi spray de pimienta por si fuera necesario.




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