CAPÍTULO 2: Primer encuentro
El sueño fue reparador, por lo que en la mañana siguiente el recuerdo de aquella figura nocturna ya no me asustaba.
Me esperaba un día más agotador que el anterior. Tenía el tiempo justo para llevar a Min al jardín y llegar a tiempo a mi clase de literatura inglesa y no dar mal ejemplo a mis alumnos. Eran sólo tres horas, pero entre eso y la tienda ganaba lo suficiente para pagar los gastos de la casa y mantenernos a mi hija y a mí con holgura.
Entré al cuarto de Min y la desperté con un beso. Me respondió con un abrazo dormido, el mismo que me ilumina todas las mañanas.
—Min querida, es hora de levantarte. Cepíllate los dientes y enseguida vengo a ayudarte a vestirte.
—Sí mami -era su respuesta habitual, siempre dulce y amable.
Mientras tanto preparé el desayuno y luego acudí a vestir a mi hija, ya que todavía necesitaba ayuda para tal tarea, y yo deseaba que eso se prolongara por muchos años.
Desayunamos el cereal con leche, Min recogió su mochila, yo mi bolso, y salimos camino al aparcamiento donde guardo mi auto, que se encuentra junto a mi casa, y también junto al garaje del lujoso edificio que destaca en la esquina.
¡Mi mañana no podía comenzar más desconcertante!, pues para mi sorpresa, me encontré frente a frente con el joven misterioso de la noche anterior, sólo que esta vez su apariencia era rotundamente diferente. Traje gris y corbata al tono, camisa blanca, zapatos negros elegantes, un maletín en su mano izquierda que parecía ser una laptop, y se dirigía justo al estacionamiento del edificio de lujo. Se inclinó levemente hacia nosotras con un saludo amable y respetuoso, y continuó su camino hacia el estacionamiento. Me quedé desconcertada por unos instantes, mas enseguida sacudí la cabeza para aclarar las ideas y concentrarme en la lista de actividades que me esperaban en la jornada de ese jueves.
Dejé a Min en el jardín de infantes, no sin antes obtener un fuerte abrazo y un sonoro beso de su parte, y me dirigí al instituto.
Llegué al aula unos minutos antes de que sonara el timbre y esperé el ingreso de los alumnos. No era un curso numeroso, apenas veintidós chicos de dieciséis y diecisiete años, todos alegres y joviales, más interesados en sus asuntos cotidianos que en la descripción exhaustiva de los personajes de “Orgullo y Prejuicio” y su incidencia en la evolución de la trama de la novela. Aún así, muchos habían escrito su ensayo y fue una clase muy entretenida con la lectura de los mismos y el debate sobre las costumbres de la época.
Al mediodía, cuando terminó la clase, pasé por Min y regresamos a casa para almorzar.
Mientras preparaba un filete de pollo con verduras salteadas y Min ordenaba su cuarto, volvió a mi mente el recuerdo del joven misterioso. Me tenía confundida. Aparentemente era mi vecino, aunque nunca lo había visto antes, y de buen pasar debido al lugar donde vivía. Además la apariencia que tenía en la mañana no coincidía con el joven que compra él mismo su propio snack y se sienta en solitario en un banco de un parque desierto, móvil en mano, en una noche helada de invierno. Muy extraño.
—¿Cómo estuvo hoy tu clase? ¿Qué hicieron? -le pregunté a Min cuando nos sentamos a la mesa.
—¡Estuvo muuuuy linda! Dibujamos la familia y pintamos. Y jugamos con boquecitos de muuuuchas fomas!
—¡Qué interesante! Después me muestras tu dibujo?
—¡Sí! ¡Y también a la abuela!
Después de almorzar y lavar la vajilla, me senté en la sala a escuchar las canciones nuevas -y las no tanto- que mi hija había aprendido en el jardín. Al poco rato marchamos a la casa de mi madre. Una vez allí, Min sacó el dibujo de su mochila y nos lo mostró orgullosa: sobre la línea de la tierra estaba ella en el medio, tomada de la mano de su abuela y de mí, y en el cielo a la derecha, detrás de una nube, asomaba el dibujo que representaba a su papá.
Contuve las lágrimas y la abracé con fuerza haciéndole saber que me encantaba su dibujo. Mi madre dijo lo mismo y ella se sintió feliz.
Acosté a Min para que durmiera un rato, y salí para la tienda de alimentos donde debía relevar a Sophie en la caja, ya que terminaba su turno y comenzaba el mío, que se extendía, como siempre, hasta las veinte y treinta.
* * *
Cerca de la hora de cierre, mientras acomodaba unas golosinas que unos niños habían desordenado, una voz grave y profunda me sorprendió:
—Buenas noches -dijo el joven misterioso, mientras me tendía un paquete de frutos secos para que le cobre.
Me sentí turbada. ¿Qué hace este hombre comprando todas las noches alguna nimiedad y, según mi parecer, permaneciendo cerca y al acecho.
—Son tres dólares con sesenta y cinco -le respondí con la mirada baja, muy seria.
Cuando me tendió el dinero miré sus manos. Eran finas y elegantes, con dedos largos de artista y piel muy blanca. Manos de quien no realiza trabajo duro sino que trabaja en una oficina o pinta cuadros.
Apenas salió, Annie corrió hacia mí.
—¡¿Viste Jo?! ¡¡¡Es guapísimo!!! ¡Y no sabes cómo te mira! -dijo en voz baja.
—Por favor Annie, no fantasees.