CAPÍTULO 4: Invitación
Era lunes y arrancaban de nuevo las actividades de la semana. Llevé a Min al jardín de infantes y regresé a casa a poner orden y limpiar, dejándome tiempo para empezar a preparar la clase del jueves y hacer el almuerzo antes de traer a Min de regreso.
A la tarde, la tienda, con la tarea de siempre. Cerca de la hora del cierre, como ocurría a diario, el joven guapo se acercó a la caja con una botella de jugo de frutas para que le cobrara.
—Hola -dijo con una sonrisa tímida.
Y me pasó el producto.
—Dos dólares con veinticinco.
—¿Quieres que tomemos algo cuando termine tu jornada?... ¿Uno de estos días?...
La sorpresa me dejó muda. Lo miraba sin creer lo que oía. ¿Me estaba invitando a salir?
A sus espaldas, Annie, que estaba ordenando las góndolas, se volteó, abriendo desmesuradamente los ojos mientras asentía con la cabeza.
—Disculpa -le dije con una sonrisa cuando logré recuperar el habla-, no creo que pueda. Recojo a mi hija todas las noches de la casa de mi madre y debo prepararle la cena y hacerla dormir.
Esperaba que eso lo asustara y lo hiciera desistir de tan loca idea.
A sus espaldas Annie se tapaba la cara.
—¿Podría ser el fin de semana entonces? -insistió él.
—...Podría ser, luego te confirmo -le respondí dando por acabado el tema, esperando que lo pensara mejor para el día siguiente.
Cuando se marchó, Annie vino a la carga.
—¿Cómo es posible que rechaces a semejante Adonis? ¡Debería ser penado por la ley lo que acabas de hacer!
A pesar de mis nervios desbordados, no pude hacer otra cosa más que reírme ante la ocurrencia de Annie. A sus veintitrés años era una joven buena y alegre, pero sobre todo sin compromisos, por lo que no entendería mis razones. Yo tenía cinco años más, y una hija pequeña que requería toda mi atención. Si bien mi madre me ayudaba muchísimo cuidando de ella todas las tardes en que yo trabajaba, nunca quise que se hiciera cargo de toda la responsabilidad que yo asumí cuando me casé y luego fui madre. Eso era algo que me correspondía a mí.
Más tarde, cuando ambas dejamos la tienda y nos fuimos cada una por su lado, miré hacia el parque. Estaba desierto.
Aunque no quería reconocerlo, extrañaba la figura misteriosa que se había instalado en mi rutina desde hacía algunas semanas.
Al llegar a la casa de mi madre, le comenté lo ocurrido.
—¡Pero Jo!, ¡hija!, ¿por qué te haces esto? Eres joven, no tienes la culpa de que la vida se te haya dado como se dio. No serías una mala madre si te dieras otra oportunidad. Es más, podrías darle a Min la posibilidad de dibujar un papá al lado de su mamá y no sólo en el cielo entre las nubes. No te digo que aceptes a cualquiera, pero sí que te abras a la posibilidad de darte otra oportunidad para amar y completar una familia.
—Estoy bien así mamá, vivo tranquila y feliz, ustedes llenan mi vida.
—Yo no voy a ser eterna hija. Cuando me toque partir, lo haría tranquila si tuvieras a alguien que te haga compañía, te complete, y te ayude con Min.
En ese momento entró mi niña y detuvimos la conversación.
—Hola mami, ya estoy lista.
Me abrazó y me besó con cariño.
Era una niña feliz. Yo no quería cambiar eso.