Volver a amar: Josephine

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 6: Amistad

A la mañana siguiente, cuando llegué a la casa de mi madre, corrí a estrechar a Min que me estaba esperando para abrazarme y darme los buenos días. Creía que mi pobre niña no entendía muy bien qué sucedía porque su rutina de los domingos había cambiado. Sentí culpa.

—¿Qué tal tu cita?

Miré a mi madre desconcertada.

—Yo le expliqué… -dijo mi madre-.

—La abuela me espicó que una cita es cuando alguien se junta con ota pesona a convesá pada tené un buen amigo o un buen novio.

—Y tú ¿me disculpas por haberte dejado solita?

—No me quedé solita -y señaló a su abuela-, además yo tengo muchos amigos y tú no tienes.

—Te tengo a ti.

—Pero yo soy una sola, puedes tené más.

La abracé con fuerza. Me emocionaba el corazón generoso de mi hija, y no era la primera vez.

* * *

Después de almorzar, como todos los domingos fuimos al parque para llevar a Min a los juegos y disfrutar un tiempo al aire libre. Una vez allí le conté a mi madre todos los detalles acerca de nuestra conversación de la noche anterior. Al hacerlo, me di cuenta que quedaban muchos detalles oscuros, muchas cosas por conocer.

Me descubrí mirando con frecuencia el banco vacío en que, hacía una semana, el joven se sentaba con un libro en la mano.

Cuando regresábamos a casa al anochecer, vi entrar en el estacionamiento del edificio de lujo, un Audi blanco impecable con Dorian al volante. Él no nos vio; llevaba el gesto adusto, como si no hubiera sido su mejor día de la semana.

* * *

El lunes dio inicio a una semana diferente. La rutina era la misma, la distinta era yo. Algo había cambiado. Hacía mucho tiempo que no había tenido una cita. Hacía años que era empleada, profesora, hija y madre. Pero no mujer, ni siquiera amiga. Me sentía extraña, como si el fin de semana hubiera marcado un antes y un después en mi vida. Y era emocionante. Por lo tanto encaré la semana con otro humor, más expectante; ya sea que resultara bien o mal lo que se avecinaba, era distinto, y eso, aunque me asustaba un poco, era excitante.

Por la tarde, en la tienda, Annie fue implacable.

—¡Cuéntame! ¿Qué tal la cita? ¿Cómo terminó? ¿Lo hicieron? ¡Cuéntame todo!!!

—¡Annie! La cita estuvo bien, normal, dos adultos decentes que sólo se juntaron a conversar para conocerse.

—Pero ¡qué aburrido! -y enseguida volvió al tono curioso- ¿Quién es? ¿Cómo se llama?

—Se llama Dorian, no le pregunté el apellido.

—¿Qué hace? ¿A qué se dedica?

—Es contador, trabaja con el padre, y además es artista.

—¡Oh! ¡Artista! Debe ser romántico, -torciendo el gesto- no necesariamente fogoso.

—¡Annie!

Siempre los clientes eran mis salvadores, ya que mi compañera llevaba las conversaciones a niveles a los que no estaba acostumbrada.

Cerca de la hora del cierre apareció Dorian. En realidad ya casi cerrábamos.

—Hola -dijo con una sonrisa-. Si cierran enseguida te espero y vamos juntos.

Me gustó la idea, pero traté de disimular cuánto.

—De acuerdo. Hago la caja y cerramos.

Los ojitos de Annie, a escasos pasos detrás de Dorian, brillaron de placer.

Cuando cerré la tienda, él esperaba en el banco del parque. Se cruzó y caminó a mi lado. Tenía manchas de pintura en las manos, como si hubiera salido de prisa y no hubiera alcanzado a lavarse bien. Eso me halagó, aunque supe disimularlo.

El recorrido era breve, casi una cuadra, pero valió la pena. Nuestra corta charla de diez minutos hasta la casa de mi madre, dio inicio a una rutina de breves encuentros que servirían para conocernos más, para moldear una relación de amistad y de confianza mutua. Una amistad que se volvió indispensable para nuestras vidas. Éramos dos solitarios dispuestos a compartir su soledad. Y, aunque yo era una solitaria con equipaje, él parecía dispuesto a aceptarme con todo lo que traía a cuestas.

Estaba claro que mi equipaje era una maravillosa niña pequeña de cuatro años y una gentil y diligente mamá sola de la cual no pensaba separarme.

Parecía que a él esta amistad, así tal como se presentaba, no le desagradaba.




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