Volver a amar: Josephine

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 8: La cena

Antes de que terminara el mes, al despedirnos una noche, disparó:

—¿Quieres que cenemos el sábado?

—Es posible. Te confirmo el viernes.

Consulté esa misma noche con mi madre si podía quedarse con Min el sábado. Ella estuvo encantada, tanto por programar una noche de película con su nieta, como por colaborar con su hija para que por fin tuviera una cita.

El viernes le confirmé a Dorian que podíamos salir a cenar el sábado. Esta vez, no sólo él estaba encantado, sino que yo también, aunque aún no me abandonaba ese dejo de inquietud nacido probablemente de mi situación de madre sola de una niña pequeña, a la que podría lastimar si mis decisiones fueran equivocadas.

* * *

El sábado tuvimos nuestra tarde habitual en el parque. Era un día precioso, con un sol radiante y una brisa fresca que provenía del lago. Min disfrutó realmente de los juegos con sus amiguitos del barrio, y mi madre y yo de nuestro tiempo juntas.

Más tarde, cuando regresamos, Min quedó en casa de mi madre, y yo me fui a la mía a ducharme y prepararme para la cena programada.

Escogí un vestido que nunca había usado, de línea recta sin mangas, color miel, para que combinara con mis ojos -me desconocía a mí misma con esas ocurrencias, que no tenía desde la preparatoria, época en que me puse de novia con Michael-. Elegí un maquillaje sutil y natural; me dejé el cabello suelto, sólo recogido a un costado con una hebilla; me puse zapatos de tacón no muy altos y cogí mi bolso y mi abrigo justo cuando llamaban a la puerta.

Al abrir, me deslumbró, ¡estaba tan guapo! Con camisa blanca bien abotonada -excepto por los dos primeros botones-, pantalón y zapatos grises que combinaban con sus ojos. ¿Qué hacía este modelo en la puerta de mi casa en lugar de estar en las más destacadas pasarelas de Europa?!

—Buenas noches, Jo -saludó con una sonrisa-. Traje el auto por si deseas ir a cenar al Olive. Dicen que tienen buena comida y buena música.

—Sí, me parece bien.

Fuimos hasta el Audi blanco y me abrió la puerta.

Cuando él subió puso música; me preguntó cómo había estado mi día; me contó que estuvo trabajando toda la tarde en una pintura que empezó hace poco y que cuando la tuviera terminada le gustaría mostrarme. Por supuesto que le dije que me encantaría.

El restaurante Olive era un lugar elegante y acogedor. Nunca había estado ahí -con mi madre no solíamos ir tan lejos en la ciudad-. Todos los detalles de la decoración eran elegantes y armoniosos, desde el color de las paredes en un tono aceituna muy pálido, la decoración de las mesas con bouquets de flores blancas, amarillas y naranjas, las lámparas de luz cálida… Sonaba una música suave: la voz de Frank Sinatra creaba un ambiente romántico perfecto.

Elegí la mesa junto a una de las ventanas que daban a un jardín precioso lleno de rosales.

El camarero se acercó y ordenamos.

—¿Te agrada el lugar?

—Sí, es muy acogedor. Elegiste un buen sitio.

—Dicen que la comida también es buena.

—¿No habías venido antes?

—No, me lo recomendó mi hermana. Yo prefiero cenar en casa. Soy una persona huraña -y sonrió-. Además me gusta la comida casera así que prefiero prepararla yo. Algún día podría invitarte a cenar y que pruebes mis habilidades culinarias.

—Me encantaría. Yo no tengo gran destreza pero me defiendo, he aprendido con la práctica pero mi cocina dista mucho de la de mi madre -respondo con vergüenza.

—Cuéntame de tu hija, cómo se toma el hecho de que no estés en casa ahora.

—Min es una niña muy inteligente y generosa, siempre me sorprende con sus razonamientos. Si bien es la primera vez que la dejo sola a no ser que sea para ir a trabajar, comprendió enseguida y me deseó que consiga un buen amigo.

—Me dijiste que tiene cuatro años. Es muy maduro para su edad.

—Lo es. Así es Min -y sonreí con el recuerdo de mi hija amada.

—Se te ilumina el rostro cuando la nombras.

—Es que la adoro.

—En todos estos años, ¿no has pensado en la posibilidad de tener pareja? ¿Tal vez alguien que pueda amar a tu hija tanto como a ti y con quien formar una familia?

—La verdad es que no. Cuando me quedé sola con una niña de tres meses, toda mi atención y todo mi esfuerzo se dirigieron a ella. Traté de hacerlo bien y no tenía tiempo de pensar en otra cosa.

El camarero trajo la orden.

Le agradecimos, pero no tocamos los platos.

—Y ¿qué hacemos nosotros aquí, Jo?

Lo miré sin comprender del todo la pregunta.

—Tú me gustas -continuó-, desde que te vi por primera vez en la tienda. Yo soy una persona solitaria, si me acerqué a ti es porque estoy dispuesto a cambiar eso por tener una relación contigo.

Me quedé de piedra. Si no fuera por el ardor en mis mejillas diría que me había convertido en estatua. ¿Qué respondía a eso? Ni siquiera yo, que a mis veintiocho años me consideraba una mujer centrada, había pensado en las consecuencias de aceptar la invitación a solas, en un ambiente romántico, de un hombre joven que, por algún enredo de mi mente, consideraba sólo un amigo. Era obvio que sus expectativas iban más allá de saludarse, conversar nimiedades y salir a cenar de vez en cuando.




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