Buenos Aires, 1923
El silencio de la noche se vio súbitamente perturbado por las atormentadas lamentaciones de una mujer. El oscuro y maloliente cuartucho, en un conventillo de Buenos Aires, se estremeció con cada desgarradora queja. Todos los rincones de aquel apestoso lugar fueron invadidos por las súplicas de la mujer, que en cada suspiro llamaba a su marido, y como un eco retumbó, el nombre de Leonardo, en los húmedos pasillos. Él no soportó verla sufrir y salió de la habitación. Apenas puso un pie afuera, se inclinó a vomitar. En el patio central se juntaron los demás inquilinos para dar su apoyo al hombre, que tembloroso y sin poder hablar por el nudo que se le formó en la garganta, respondió con monosílabos a los que preguntaron por su esposa. Se sintió culpable por haberla arrastrado al otro lado del mundo, lejos de su familia, en busca de riquezas y un mejor porvenir. Como muchos españoles, en aquella época, se lanzaron a lo desconocido, a hacerse la América, así le llamaban, pero solo encontraron miseria y dolor.
La comadrona salió a pedir ayuda a las otras mujeres del conventillo, miró a Leonardo con el ceño fruncido y los labios apretados, se secó el sudor con un trozo de tela sucio y suspiró entrando a la habitación sin cruzar palabra con el pobre hombre. No le dio razón de Llara, ni respondió a sus preguntas. Su gran amor luchó la peor de las batallas, la vida y la muerte se disputaron por largas horas el alma de su mujer, mientras él rezaba por un milagro, uno que jamás llegó. Aquella calurosa noche de verano, Leonardo, perdió a su esposa, pero ella le dejó el mejor regalo que el amor puede conceder, una bella princesa, una hija. De ahí en adelante, la niña, se convirtió en lo más preciado para él. En su impulso para seguir creyendo en un futuro mejor, y le ofreció lo mejor de sí, entregándose por completo a su crianza. Gracias a Irene no se hundió en el dolor, y transformó su pena en la fuerza que lo alentó a seguir soñando.
Los años pasaron, las vicisitudes de la vida endurecieron el carácter de Leonardo, después de tanto tiempo no logró mejorar su situación y la de su hija. Seguían en el mismo lugar, que ahora era aún peor. Jesús, su cuñado y mejor amigo, no lo abandonó. Trabajaban en lo que podían: en la construcción, de estibadores en el puerto o en las fábricas, pero siempre como jornaleros. A este paso no podía ahorrar para comprar un terreno y construir una casa para Irene y, mucho menos, enviar algo a su familia, que vivía en Bulnes. Con el tiempo, la correspondencia entre él y su madre disminuyó. De una carta, prácticamente cada mes, se convirtió en una al año, si tenía suerte. Irene pasaba sus días al cuidado de una vecina, la esposa de un español, asturiano como él, pero proveniente el consejo de Valdés.
Leonardo extrañaba su natal Bulnes, una pequeña, pero encantadora aldea del consejo de Cabrales perteneciente al principado de Asturias, encallada entre montañas, a la que solo se podía acceder a pie. En las noches, cuando el cansancio le ganaba, soñaba con aquellas tardes de su niñez cuando disfrutaba, en compañía de Llara y Jesús, del valle y las montañas, soñaba y mientras lo hacía era feliz, pero al despertar se encontraba con la triste realidad. En esos momentos apreciaba la tranquilidad de la naturaleza de la aldea que dejó atrás. Extrañaba la paz del campo, oír la corriente del río Tejo y los picos nevados en invierno. Añoraba tanto todo eso que le dolía recordar, pero lo que más hacía que su pecho se estremezca, era rememorar a su esposa.
Buenos Aires era una ciudad cosmopolita que crecía a un ritmo acelerado, pero que a él no le ofrecía las oportunidades que vino a buscar. Una tarde, trabajando en el puerto, escuchó hablar de un pequeño país que estaba ofreciendo tierras e insumos a inmigrantes europeos que quieran ir a trabajar ahí, aparte de eso, los liberaban de pagar impuestos. Lo que no sabía cuando decidió hacer maletas y marcharse, es el caldeado ambiente en que se encontraba Paraguay, donde ya se vislumbraba una guerra con el país vecino, Bolivia.