No sé exactamente cuándo aparecieron,
pero un día comenzaron a llegar,
como si alguien me hubiera abierto una puerta secreta
dentro del pecho.
Historias.
Eso eran.
Imágenes que venían de la nada
y me susurraban tramas enteras
en medio del silencio.
Mientras todos hablaban de cosas que no entendía,
yo estaba inventando.
Mientras otros reían en los recreos,
yo me escapaba,
me sentaba en un rincón,
y empezaba a construir otros mundos.
Mis historias no me hacían preguntas.
No me juzgaban.
No querían tocarme.
Solo me ofrecían espacio,
tiempo,
y la oportunidad de ser alguien más
por un rato.
Contaba historias en mi cabeza
como si fueran oraciones.
Como si escribirlas con el pensamiento
fuera mi forma de rezar.
De pedir:
“llévame a otro lugar,
aunque sea por cinco minutos.”
Y funcionaba.
Cada palabra era un ladrillo,
cada personaje,
una parte de mí que sí quería quedarse.
A veces era una niña mágica
que escapaba volando.
Otras veces, una guerrera
que se vengaba del mundo.
O una chica que se enamoraba
sin miedo, sin daño,
sin sombras.
Nadie me enseñó a crear.
Solo lo hice.
Porque lo necesitaba.
Porque si no, me habría deshecho en el aire.
Hoy lo entiendo.
Las historias fueron mi medicina.
Mi única verdad
en un mundo que se negaba a escucharme.
Por eso,
queridas mías,
gracias.
Gracias por llegar cuando más las necesitaba.
Por habitar mi mente
cuando nadie más supo quedarse.
Ustedes fueron mis amigas.
Mis confidentes.
Mis refugios.
Y lo siguen siendo.
Porque aún hoy,
cada vez que el mundo pesa,
vuelvo a escribir…
y me vuelvo a salvar.
Con gratitud infinita,
yo.
La que se convirtió en palabras.
#1795 en Otros
#379 en Relatos cortos
#363 en Joven Adulto
libertad, amor dolor amor propio superacin, sanación interior
Editado: 17.07.2025